Las celebraciones de algunos acontecimientos nos permiten, a quienes ya jugamos en el segundo tiempo del partido de la vida, realizar un ejercicio de memoria que nos invita a desempolvar muchos y variados recuerdos. Más aún, si dicho ejercicio lo realizamos en alguna reunión familiar o de amigos, resulta mucho más prolífico de lo que suponemos al inicio de la charla, gracias a la manera como el número de participantes aporta una mayor cantidad de vivencias y recuerdos, que sacuden con fuerza esos inactivos rincones del cerebro y ponen a trabajar nuestras neuronas, permitiendo hilar las cosas de antaño hasta construir toda una conversación sobre uno o varios temas en el transcurso de la convivencia.

Sin lugar a dudas, la celebración del quincuagésimo aniversario del primer alunizaje realizado por seres humanos, trajo consigo no solamente el recuerdo de un evento que marcó a la mayoría de los habitantes de este planeta que tuvieron la oportunidad de ser testigos de tan trascendental hecho, sino por que también nos ha permitido recordar muchas de las circunstancias y detalles  sobre la vida cotidiana de las familias y las sociedades en aquellos años.  Nuestra ciudad no fue la excepción y para muchos de quienes sumamos varias décadas de habitarla y de vivirla, fue también inevitable rememorar muchas de las características que tenía Querétaro hace 50 años.

Es agradable tener la oportunidad de hacer un retrospección a la pequeña ciudad que fue, cuando se comentaba coloquialmente que  particularmente el año de 1970, los habitantes de la capital queretana cabíamos casi todos en el Estadio Azteca, y apenas se comenzaba a vislumbrar la importante vocación industrial detonada apenas una década atrás y la cual caracteriza a nuestra entidad en la actualidad. Fue una época en la que sí se podía transitar la mayoría de sus calles en bicicleta, y llegar tanto a los lugares de trabajo como a las escuelas, y donde la gran mayoría de actividades de recreación se llevaban a cabo en el primer cuadro citadino y en los barrios adyacentes al mismo. Salir un poco más lejos de la zona urbana incluía la posibilidad de un agradable día de campo. Podíamos identificar de que templo venia el tañido de las campanas y acudir a algunos lugares donde se vendían antojos y alimentos dignos de recordarse hasta la fecha. Cada cuadra tenía sus establecimientos con sus aromas únicos y sus artículos que les distinguían, en especial los de comida, bebidas y golosinas. Como si fuera un breve juego de lotería, vienen a la mente nombres como La Mariposa, La Sirena, Las Tortugas, La Perra Suerte —mi estanquillo favorito— Cenaduría Blas, Las Águilas y algunos otros donde, unos en ese tiempo y otros los años que vinieron después, disfrutábamos de tortas, medias noches, chocolates, toficos, helados, enchiladas, tacos, gorditas de maíz quebrado, azúcar cristalizada, etcétera.

Disfrutar de los alimentos permitía hacerlo también de una charla sobre los acontecimientos del momento, que no eran tantos, pero completaban sin dejar espacios vacíos en una buena conversación y nos ayudaban a observar cómo despertaba una ciudad que no tenía la mínima prisa ni la velocidad para crecer como lo ha hecho a la fecha. La agenda de actividades propias de la escuela o el trabajo se complementaban con una visita a alguno de los sitios para disfrutar de sus peculiares sabores o en su defecto, acudir a alguna sala de cine, tener la oportunidad de asomarnos un poco a las fronteras o a la distancia de la ciudad que nos cobijaba con la fuerza sus brazos y que nos mantenía rabiosamente en su interior.

Solamente el tiempo sostenía su propio ritmo y los viejos de entonces fueron abandonándonos, la mayoría sin previo aviso, cediendo discretamente espacio a los otros personajes que se fueron haciendo mayores con la llegada de nuevos días. La rutina tenía el encanto de la seguridad y la alegría que brindaba la certeza de no requerir nada más allá de lo estrictamente necesario, así como la invaluable tranquilidad de no caer en la trampa insalvable de las modernidad, como los teléfonos inteligentes que nos tienen presos de sus caprichos tecnológicos. Las necesidades y las posibilidades eran otras, en una ciudad donde brillaban, a pesar de sus excepciones, la cortesía y la generosidad, que hoy podríamos convocar de nuevo, usando la magia del recuerdo, en este Querétaro nuevo que deseamos conservar.

Twitter: @GerardoProal

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