El resultado de las elecciones en España es alentador; no se ha cruzado la línea roja que señala la frontera entre la democracia sin adjetivo y las democracias… no sé como llamarlas, ¿autoritarias, nacionales, hegemónicas? Ciertamente, el crecimiento del partido extremista derechista, Vox, es preocupante, pero no es el tsunami que algunos temían. De todos modos, hay que seguirle la pista, porque es su aparición que, en buena parte, explica la derrota de la derecha tradicional y la victoria socialista, de la misma manera que en Francia, hace años, el surgimiento del Frente Nacional debilitó a la derecha y consolidó la posición del presidente socialista Francois Mitterand; hoy, el Frente Nacional que ha cambiado de nombre, pero sigue igual, amenaza con ser el partido más votado en las elecciones europeas de fines de mes.

¿Dónde corre la línea roja? Corresponde, en los casos que tenemos a la vista, Polonia, Hungría, Chequía, Eslovaquia, Italia, Austria, incluso la Inglaterra del Brexit, al hartazgo del “pueblo” que no soporta más a los partidos tradicionales, a la política tradicional: “¡Todos corruptos! ¡Todos para afuera! Borrón y cuenta nueva, del pasado haremos tabla rasa”. En la tranquila Finlandia, la ultraderecha se quedó muy cerca de surgir como la primera fuerza política del país. Varios sondeos pronostican la victoria de esa derecha ultra en Francia, Holanda e Italia, para las europeas.

¿Qué pasa cuando se cruza la línea roja? Veamos el ejemplo de Polonia a la cual la revista Esprit dedica su número de marzo. En 2015, la victoria del partido Derecho y Justicia asombró a Europa. Polonia, el alumno modelo de la democracia, un país con crecimiento sostenido en una Europa estancada, en manos de un gobierno que denuncia a Lech Walesa como traidor a la patria… ¿Cuál es el saldo cuatro años después? Sus dirigentes afirman que “Polonia ya no quiere ser una colonia”. ¿Colonia de quién? En 1989 desapareció, pacíficamente, de manera negociada, el dominio soviético. Colonia del “imperio neoliberal”, dice Yaroslav Kaczynski, el Jefe Máximo, dueño del poder real, no del formal. Construyó un poder autoritario sobre tres pilares: “Justicia social”, para curar las graves heridas que los gobiernos liberales causaron al cuerpo social, con reparto efectivo de ayudas económicas a los jóvenes, a las familias y a los pensionistas; “lucha contra la corrupción”, con una limpia de la burocracia del Estado, limpia que se confunde con la entrega de las plazas a sus partidarios; “reformas” jurídicas y constitucionales, en nombre de la justicia y de la lucha contra la corrupción, que se traducen por graves atentados contra el estado de derecho. “Derecho y Justicia” se llama el partido que ha tomado control de todos los puestos importantes. Sin comentarios.

Puso fin a la separación de poderes, al controlar los tribunales, reformar la Suprema Corte y la Corte Constitucional. Limpió también los medios públicos de comunicación, radio y televisión, y se apodera poco a poco de la prensa con presiones económicas. La transformación se completa con la implantación de un nuevo catecismo histórico nacional que pretende devolver su orgullo a la nación humillada por una “pedagogía de la vergüenza”. Colabora a esa empresa la derecha nacional-católica y la Iglesia representada por Radio María.

Así el gobierno ha logrado dividir a Polonia en dos bandos, los “buenos polacos” contra “los malos”. Se habla abiertamente de una “guerra polono-polaca” que alimenta un clima de odio que explica el asesinato del muy popular alcalde (“liberal”) de Gdansk, en enero de este año. El partido en el poder sigue teniendo un fuerte apoyo, entre 40 y 60% según los sondeos, porque ha captado la frustración y el descontento social. Me parece que el caso polaco nos ayuda a entender los diversos movimientos de contestación en Europa y en el resto del mundo, incluso en México. Y a ver el peligro de cruzar la línea roja.

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