A las ceremonias por el centenario del fin de la Primera Guerra Mundial, que se llevaron a cabo en Francia hace algunas semanas, asistieron reyes y primeros ministros, jefes de gobierno y jefes de Estado.

Entre ellos estaba, por supuesto, el presidente de Estados Unidos, quien todo el tiempo hizo berrinches y se negó a participar en varios actos oficiales.

Lo que pasa es que desde hace rato está enojado con el modo de pensar de los principales dirigentes europeos, a lo que se agregó que el presidente del país anfitrión, criticó en su discurso el nacionalismo: “Diciendo ‘nuestros intereses primero y qué importan los de los otros’ se borra lo que una nación tiene como más preciado, lo que la hace vivir, lo que la lleva a ser grande, lo más importante: sus valores morales”.

A Trump, defensor de lo que criticó el mandatario francés, no le gustaron esas palabras. Y como hace siempre, usó su arma favorita, que es escribir cascadas de mensajes en Twitter para agredir e insultar a Emmanuel Macron.

Lo interesante fue que Macron no le respondió. Como quien dice a palabras necias oídos sordos, como quien dice para qué darle importancia a esas tonterías. Una fuente del Palacio del Elíseo dijo a los medios de comunicación que “no habrá comentarios”. Como escribió Marc Bassets: “Macron se resistió a entrar en el juego de Trump y responder a sus provocaciones”.

Bravo por el presidente francés. Si todos hiciéramos caer en el vacío las palabras de Trump, lo dejaríamos hablando solo. Y eso le dolería más que cualquier respuesta porque lo único que quiere es llamar la atención. Es un enfermo de ese mal de nuestros tiempos que se llama “quiero el reflector”. Y eso vale sobre todo para nosotros, porque México es su tema favorito cuando quiere hacer ruido o subir su rating.

Pero esto no vale solo para Trump. Vale para muchos.

Tenemos ahora el ejemplo del juicio del Chapo Guzmán en Nueva York. Uno de los testigos es nada menos que Jesús Zambada, de la célebre familia de narcotraficantes.

Éste ha aprovechado el foro para lanzar acusaciones a diestra y siniestra, tantas que ya ni en las series de Netflix resultarían creíbles, entre ellas la de acusar a dos presidentes y a varios funcionarios de recibir dinero del narco, cantidades fabulosas por cierto.

Y todos los medios de comunicación cayeron. Todos. Pero no solo eso, sino que inmediatamente Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto respondieron, directamente o a través de terceros, por supuesto para decir que nada de eso era cierto.

Grave error. Primero, porque lo que sea que hubieran dicho sería tomado como comprobación de culpabilidad. Segundo, porque ni modo que iban a decir que sí es cierto, aunque lo fuera.

Pero aquí lo importante es la lección. ¿Merece cualquiera que se le tome en cuenta y se le responda cuando habla?

Esta pregunta me la he hecho cuando veo los comentarios que circulan en las redes sociales sobre gobernantes, empresarios, actores, deportistas, escritores, comunicadores y un largo etcétera, o cuando veo los que les hacen los lectores a los artículos de EL UNIVERSAL, míos y de mis colegas. Hay algunos de tan ínfima decencia, que no merecen leerse, ya no se diga responderse.

¿Cuál es la honorabilidad del declarante en el juicio del Chapo como para que lo que dice pueda ser tomado como verdad? ¿Por qué reproducir sus palabras como si fueran importantes cuando es un narcotraficante y un asesino? Y ya entrados en este modo de pensar. ¿Cuál es la honorabilidad del presidente del país vecino, al que un día sí y otro también le descubren engaños e indignidades y que todo el tiempo está faltándole al respeto a las personas, a los países y a las instituciones internacionales?

La honorabilidad no viene de tener poder o dinero, sino de vivir, actuar y hablar de acuerdo con ciertos valores, entre ellos el respeto al otro. Y ni el Trump ni el Zambada entran en esta categoría.

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