Diciembre de 2006. Estoy en la calle Galeana, en el barrio de San Ángel, frente a la casa estudio de José Luis Cuevas. La misma residencia, cuenta la leyenda, donde a principios de los 60 el escritor Carlos Fuentes y la actriz Rita Macedo vivieron los años más luminosos de su relación. Trabajo en el periódico El Financiero y me encuentro en ese lugar para entrevistar al célebre escultor y pintor.

Toco el portón de madera en repetidas ocasiones hasta que el artista se asoma por una de las ventanas del primer piso y me dice que espere. Transcurren más de cinco minutos antes de que un “desconocido” Cuevas aparezca detrás de la puerta: se encuentra desaliñado con una barba de al menos tres días y enfundado en una bata azul. Su cabello está completamente desordenado y encanecido, ya no hay rastros del mechón de cabellos que caía sobre su frente, tampoco de la larga melena que le llegaba a los hombros. Como apenado, Cuevas se disculpa por encontrase solo. “Es que Beatriz del Carmen (su segunda esposa) se fue al doctor con el chofer. Está enfermita. Tiene una infección en la garganta”, me dice el maestro con cierto rubor.

El  creador me hace pasar a la biblioteca de la planta baja, a la que se llega después de recorrer un largo pasillo que nace en la puerta que da a la calle de Galeana. Su voz de por sí cascada por los años, parece un hilito, que él atribuye a una enfermedad de las vías respiratorias. Camina a medio metro de mí y observo que lo hace encorvado y que está muy delgado. Su característica pulsera de cuero nada en su muñeca derecha. Me sorprendo. ¿Dónde ha quedado el Gato Macho que se llevaba a la cama a la chica que se le pusiera enfrente? ¿Dónde el insolente “capaz de arrojar proyectiles verbales con gran puntería”?, como lo calificó con precisión Octavio Paz. Noto en ese momento que no existe ya esa mirada retadora que lo definía y sus ojos verdes, aunque aún son vivaces, han perdido chispa. Han pasado poco más de tres años desde la última vez que lo vi, pero parece que han sido  20.

En la biblioteca reviso los títulos de los libros y paso revista a las fotos y a los autorretratos que adornan las paredes. Quizá para romper el hielo o tal vez para sobreponerme a la visión de este Cuevas tan “ajeno”, le hago preguntas sobre las obras y le hablo de tal o cual edición que yo también poseo en la biblioteca personal,    pero el maestro no me escucha, está nervioso, tiene ansiedad, y voltea para todos lados. De pronto, se me queda viendo y con un hilito de voz me dice que va a encender un cigarrillo. “Me lo voy a fumar, pero va a oler mucho; quiero que cuando llegue Beatriz del Carmen tú te eches la culpa. Es que ella se enoja mucho cuando fumo en la casa”, me dice con la cabeza baja.

Del artista desenfadado, del creador rebelde, del escultor polémico, del dibujante narcisista que encapsuló su semen ya no queda nada: ha desaparecido la vanidad, la voluntad e incluso  la dignidad

Cada vez más sorprendido asiento con la cabeza. Del cajón de un escritorio, el artista extrae una cajetilla de Raleigh, saca un cigarrillo, lo enciende y le da dos caladas profundas mientras cierra los ojos.

No han pasado ni diez minutos cuando se oye girar la cerradura del portón exterior. Alguien ingresa a la casa y comienza a caminar por el largo pasillo que da al estudio. Inquieto, el maestro abre sus ojillos e inquiere: “Beatriz del Carmen, Beatriz del Carmen, ¿cómo te fue con el doctor? ¿Qué te dijo?...”.

Sin detener su andar, la mujer contesta;  su respuesta es áspera, agresiva: “¿Qué me dijo? ¿Qué me dijo?... Que ya me contagiaste. Que estoy enferma por tu culpa… Que tú y tu maldita costumbre de quererme besar todo el tiempo me va a matar… ¡eso me dijo!”.

El maestro, aterrado, no atina a pronunciar palabra alguna.

La mujer ingresa a la biblioteca y al verme queda congelada unos segundos, sin embargo, se sobrepone rápidamente  y se lanza a los brazos de Cuevas. Lo abraza, lo besa en las mejillas. Y finge que todo es una broma:

“Hola... jajaja… no te espantes (se dirige a mí)... estamos  jugando, jajaja… Ay, amor, por qué no me dijiste que ibas a tener visitas… Jajaja”. Y así, entre risas fingidas, abandona el estudio.

Entonces, el niño terrible de la pintura, el hombre arrogante que confrontó al Maestro (así, en  mayúsculas) Siqueiros, el insolente que llegó a decir: “La Ruptura soy yo”, se derrumba. En su rostro desfigurado hay una mezcla de miedo  y tristeza. Y en esos ojos verdes —que se hacen chiquitos, casi de rendija—  asoman tímidamente unas lágrimas.

La entrevista, el objetivo por el cual me encuentro en ese lugar, pasa a segundo plano. Lo que yo quiero es salir de ahí de inmediato. Cuánta pena ajena. Del artista desenfadado, del creador rebelde, del escultor  polémico, del dibujante narcisista que encapsuló su semen y expuso un electrocardiograma tomado mientras tenía sexo, ya no queda nada: ha desaparecido la vanidad, la voluntad e incluso  la dignidad.

Es 2006 y el creador que revitalizó el arte mexicano ha muerto en vida. “Vive sin vivir, ha muerto sin morir (Arnoldo Krauz, dixit)”.

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