Hace unas semanas se difundió ampliamente que la SCJN amparó a un periodista para que un fiscal que lo había bloqueado en su cuenta de Twitter procediera a dar un click, y desbloquearlo. No era la primera vez que se analizaba un tema de esta naturaleza, pero sí la ocasión en que nuestro máximo tribunal sentó doctrina y determinó que todos los funcionarios públicos que tengan una cuenta en dicha red social carecen de la posibilidad de bloquear a las personas y menos aún a los periodistas.

Este caso nos pone frente a una realidad inminente, que ya está entre nosotros y que ha llegado para quedarse: el poder que nos da un click para obstaculizar o potenciar el ejercicio de nuestros derechos y libertades.

Hoy en día, los teléfonos inteligentes forman parte de una necesidad cada vez más vital que ha venido a modificar nuestra vida cotidiana. A ello se debe que 80 millones de mexicanos estén conectados al tráfico de internet alrededor de 8 horas al día a través de 65 millones de aparatos. La interconexión nos permite una comunicación personal instantánea, así como mensajes colectivos dentro de chats familiares, de amigos y laborales. Estamos a un click de bajar un sinnúmero de aplicaciones orientadas a facilitar nuestras ocupaciones, ayudándonos a hacer el supermercado, comprar entradas para el cine, pedir comida a domicilio, solicitar transporte y hasta disponer de nuestro patrimonio enviando dinero de forma digital, incluso en días y horas inhábiles.

Tenemos en el teléfono prácticamente una oficina virtual en donde organizamos la agenda, mandamos documentos, damos instrucciones a colaboradores, y resguardamos información en la nube. Lo que antes eran toneladas de documentos rigurosamente ordenados y protegidos en las bibliotecas hoy se encuentran alojados en repositorios digitales y videotecas virtuales que facilitan el acceso a fuentes de información desde cualquier lugar, garantizando la supervivencia futura del conocimiento pasado.

La revolución digital de nuestro tiempo impone que las instituciones sean conscientes de que el patrimonio de libertades que hemos forjado por siglos debe analizarse desde el nuevo espejo aportado por los avances tecnológicos y de la comunicación de la era digital, pues desde dicho mirador adquieren matices, coloraciones y significados que permiten proyectarlos hacia el porvenir.

Ni qué decir tiene, por ejemplo, que la protección que por mucho tiempo se dispensó a las comunicaciones privadas protegía nuestras cartas, faxes y telegramas, y hoy ha escalado para mantener bajo resguardo lo que decimos en whatsapp, telegram, facebook e instagram. El derecho a la identidad que hasta ahora nos ha permitido conocer nuestros antecedentes genéticos, ha ido configurando una identidad digital que nos individualiza y nos confiere rasgos propios dentro del universo intangible de las redes sociales. Si nuestros datos personales más comunes eran el nombre y domicilio, hoy contamos con una firma digital y un inmanejable número de usuarios y contraseñas que hacen posible una infinidad de trámites, y que necesitan mantenerse fuera del alcance de los demás.

En el ámbito de la participación política, venimos de contextos que forzaban a estar presentes en el momento de la emisión del sufragio, y que con el paso del tiempo se han abierto al voto desde lugares remotos de manera electrónica, dentro de elecciones que reciben el incesante influjo de las redes sociales, en donde los nacientes partidos digitales buscan que las decisiones representativas desciendan de la intervención directa de sus afiliados en tiempo real. Este tema acaba de ser discutido en el foro de la democracia latinoamericana, convocado por el INE.

Más allá de pensar en la conveniencia de que nuestra región avance una regulación sobre el ejercicio de los derechos humanos dentro de la era digital, como ya lo han hecho en Europa, resulta inexorable consolidar políticas públicas para extender la fibra óptica y comunicar a todo el país mediante internet. En este contexto, la SCJN, CNDH, el INAI, TEPJF, INE e IFETEL deben constituirse en precursores del ágora virtual, y en celosos protectores de un último reducto de intimidad individual, porque por un lado necesitan potenciar un debate público más abierto, una sociedad más participativa y una democracia más incluyente, pero por el otro requieren establecer las barreras necesarias para salvaguardar la información que sin nuestro consentimiento se va almacenando segundo a segundo en un archivo digital que consigna nuestros gustos, aficiones e intereses con propósitos políticos y comerciales.

Urge ordenar la rebelión de las tecnologías para vigorizar nuestra convivencia democrática y preservar nuestros espacios íntimos del conocimiento ajeno y de las redes sociales, cimentando el ágora virtual al que concurrimos todos sin que ninguno acuda de manera presencial.

Académico de la UNAM.
@ CesarAstudilloR

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