Pienso en David. Lo acababan de ascender en el periódico. Estaba a punto de casarse. Durante una semana exacta, según dijo, se sintió como si estuviera de luna de miel con la vida. Pero eso duró solo una semana. A los ocho días de su nombramiento como jefe de redacción en un periódico del norte del país, recibió una llamada. Venía de un número desconocido.

—Un gusto saludarlo, licenciado.

Del otro lado de la línea había una voz apagada, aguardentosa. Su interlocutor no se presentó. Solo dijo:

—Mire, no queremos problemas con ustedes. Son chingaderas lo que están haciendo con nosotros y no queremos actuar a la mala, ¿si me entiende, licenciado?

La voz se quejó de que el periódico fuera tan enérgico con su “empresa” y en cambio no atacara nunca a “los de enfrente”. La voz quería que el periódico le ayudara a difundir rumores, a “quemar” a quien él señalara.

Le ofreció a David una ayudadita, “para su casa, para su familia”. Le dijo que su patrón lo había mandado a pedirle este favor y a entregarle “un mensajito de unos cinco o seis mil dólares, sin compromisos”.

El periodista se disculpó. Le dijo que no podía ayudarlo, que sus jefes eran muy delicados y no podía comprometerse. Para qué iba a quedarles mal. “Luego me van a andar correteando”, concluyó.

La Voz le dijo que no. Sólo se trataba de ponerle de vez en cuando “un chingazo a alguien” o de avisar a su organización “cómo andaba el agua”.

David creyó que con rechazar el dinero y no reunirse con el personaje sería suficiente. Pero el hombre volvió a llamar un día que habían aparecido seis muertos en una carretera de Parral. Le dijo que al patrón no le gustaría que aparecieran los nombres de sus “muchachos”.

—Que no salgan sus nombres, ni las fotos. Se nos hace gacho. Y dígame cómo le hacemos para entregarle el encargo, que aquí lo traigo bien calientito.

Ya no se libró de ellos. El hombre que actuaba como el verdadero jefe de redacción del diario le llamaba todo el tiempo. Quería “quemar en el periódico y en la internet” a “un flaco de Durango” que se quería meter en la plaza.

—¿Si nos ayuda, licenciado?

Otras veces le llamaba para decirle que iban a matar a alguien y querían que la foto saliera bien destacada.

David terminó por convertirse en “una víctima del temor”. No sabía cómo actuar, no sabía a quién recurrir. Era un secreto a voces que la policía estaba al servicio de la organización criminal. No confiaba en los funcionarios de la procuraduría.

Para empeorar las cosas, notó que el grupo criminal contrario también tenían “voceros” y que estos llamaban al periódico para quejarse, opinar y “orientar” a otros periodistas.

Decidió no volver a contestar. Cambió de teléfono. Acababa de estrenarlo cuando recibió la primera llamada:

—Nomás le digo que nosotros sabemos todo de ustedes, dónde viven, dónde están sus familias, qué hacen. Piense en eso, mi compa, no se ande pasando de lanza.

David notó que ya no le llamaban “licenciado”. Que los días de amabilidad se habían ido para siempre:

—Mire, amigo, me vale madre cómo le haga, pero quiero que salga nada, ni el nombre ni el asesinato. Nada. Que no salga una sola noticia o de plano mañana tenemos que arreglarnos ya no como amigos. Yo no quería llegar a esto con usted, pero no hay de otra. Dígale a su jefe lo que quiero o mañana mismo se los carga la chingada.

El narcotráfico se había metido en su vida de la noche a la mañana. Ahora despertaba sudando, tenía miedo hasta de su sombra, temblaba al escuchar el teléfono. Cada que un periodista era “ejecutado” oía decir: “Si lo mataron fue porque andaba en malos pasos”.

Un día se sentó a escribir todo lo que había vivido. Para que pasara lo que pasara sus familiares supieran que no, que él no había estado metido en nada.

Conocí su historia en 2009. Nunca lo he vuelto a ver. Sé que sigue en el oficio y que sobrevivió el sexenio de Calderón y ha sobrevivido al de Peña  Nieto.

Para mí, su historia ilustra todo: la soledad, el abandono, la vulnerabilidad, la precariedad con que deben realizar su oficio los periodistas de México, sobre todo en las regiones sacudidas por la violencia.

La historia de David, tan llena de focos rojos, tal vez enseña que entender y resolver esa soledad es la puerta más inmediata de salida para el gremio: una forma de parar la hora siniestra que vive el periodismo en México.

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