Parece increíble, queridos lectores, pero han pasado ya tres semanas y apenas, por fin, parece haber resultados finales de las elecciones presidenciales en los Estados Unidos de América. Eso no quiere decir que haya concluido el proceso, porque la obstinación de Donald Trump, y el apoyo abierto o el silencio cómplice de muchos republicanos, han hecho que se tengan que ir desechando poco a poco las incontables y frívolas demandas legales interpuestas por el muy caro equipo de abogados que encabeza su principal abogado, Rudy Giuliani.

Si bien la victoria de Joe Biden era cosa cantada, el lento y anquilosado sistema electoral estadounidense se prestó a la farsa legaloide montada por Trump y los suyos, al grado de que no fue sino hasta la noche del lunes 23 de noviembre que la General Services Administration inició, a regañadientes, el proceso administrativo de transición. Iba yo a escribir entrega/recepción, pero al escribir estas líneas, noche del 24 de noviembre, el presidente Trump se niega a reconocer los resultados electorales.

Su negativa podría parecer un simple berrinche de mal perdedor, una anécdota chusca y vergonzosa para los libros de historia, pero desgraciadamente es mucho más grave y perdurable que eso. El cuestionamiento a la transparencia y legalidad del proceso electoral, que comenzó meses antes de las votaciones, ha calado profundamente entre sus partidarios y de paso en la sociedad estadounidense.

La duda acerca de la legitimidad de las elecciones es terriblemente dañina para cualquier nación, como tristemente nos consta en México. Después del descaro de 1988, culminación vergonzosa de décadas de “elecciones de Estado”, fue necesario construir un costosísimo andamiaje electoral que ha servido de mucho, pero que aún así vio caer su credibilidad en el 2006 y que no ha sido capaz de blindarse ante ya no solo el escepticismo ciudadano, sino ante los nuevos actores fraudulentos, como el financiamiento no transparente de las campañas.

Pero me desvío: si en México es comprensible que casi un siglo de manipulaciones electorales resultara en la incredulidad ciudadana, la historia estadounidense no se presta para lo mismo. Y aún así, una encuesta de YouGov arroja que el 88% de los votantes de Trump están convencidos de que el resultado favorable a Biden es ilegítimo. Tanto o más preocupante me parece la manera en que los grandes liderazgos del otrora honorable Partido Republicano se prestaron al juego perverso de Trump, ni siquiera por convicción sino por temor a que en un futuro el energúmeno de la Casa Blanca cobre venganza política.

Cuando casi todo mundo festejaba la victoria de Biden, apunté, como buen aguafiestas que soy, que Donald Trump había salido fortalecido: su mensaje de división y confrontación convenció a 74 millones de votantes estadounidenses, el 47.2% del total y 11 millones más que en 2016. Y para no dejar, Trump arma ya su siguiente campaña, apoyando o intimidando a candidatos republicanos, buscando afianzar su control sobre la maquinaria partidista e incluso promoviendo desde ya una nueva opción informativa, que no noticiosa, con el nombre de NewsMax.

Eso nos debe preocupar, no solo por el atractivo de un personaje y un discurso tan negativos, sino porque la herencia en simpatías, en resentimientos y en dudas acerca del proceso democrático quedan ahí sembradas, herencia perversa de un presidente que ya dejó —para mal— huella.

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