Resulta imposible no sentir incomodidad frente a la decisión de elevar a rango constitucional la participación de militares en tareas de seguridad pública. Creería, sin embargo, que hoy estamos frente a ese tipo de medidas cuya lógica y argumentos se toman a partir de información que solo se tiene cuando se está en el gobierno.

Para muestra está el hecho de que el partido que inició irresponsablemente esta guerra, y nos llevó a la situación que hoy estamos –Acción Nacional–, hoy esconde la mano y secunda la postura de quienes no se tienen que hacer cargo de gobernar. El mismo partido que antes creía que había que dar la guerra con una estrategia militar, y ha reconocido que el problema fue no tener las suficientes herramientas para combatir el crimen organizado, tendría que explicarnos por qué hoy esos mismos instrumentos ya no son necesarios.

Es de suponer que durante el periodo de transición López Obrador tuvo información –que no necesariamente conocemos– que lo llevó a concluir que un esquema de militarización de la seguridad pública era la única alternativa para controlar vastas zonas del país que hoy están en manos del crimen organizado. En definitiva, que el problema era mucho más grave de lo que parecía. Tendremos que aceptar esa lógica, pero no darle un cheque en blanco.

Como ha señalado Eduardo Guerrero, uno de los especialistas más sensatos en materia de seguridad, el problema que hoy enfrentamos es a tal punto grave que no es solo de seguridad pública. Que nos encontramos frente a un problema de seguridad nacional, no solamente de seguridad pública, donde lo que peligra es la propia gobernabilidad democrática del país.

Pero hay más: Nos guste o no –estén o no de acuerdo ciertas organizaciones de la sociedad civil– la participación de los militares en tareas de seguridad tiene un respaldo mayoritario en las encuestas. Además, como escribió ayer Ricardo Raphael, “todos los gobernadores de los territorios en riesgo, sin excepción, exigen al gobierno federal que se haga cargo de enfrentar al poder criminal a través del Ejército”.

Una serie de expertos y organizaciones expresaron una fuerte oposición cuando se presentó la iniciativa para crear la Guardia Nacional. Morena intentaba pasarla de forma exprés, casi sin discusión. Gracias al empeño de Tatiana Clouthier fue posible posponer la discusión del dictamen y escuchar a diversas organizaciones, expertos, e incluso representantes de las fuerzas armadas, en una serie de audiencias públicas.

Como resultado de ello se logró modificar algunos artículos, e integrar un mando dual, donde la operación de la Guardia Nacional quedaría en manos del ejército, aunque se establece el mando administrativo bajo la autoridad civil. Para algunos esto representaría cierto avance con respecto a la propuesta original en la medida en que resta a los militares una pequeña parte de poder originalmente concebido al no permitirles manejar los dineros.

En suma, el nuevo dictamen recogió algunas peticiones formuladas en las audiencias públicas. Según Tatiana Clouthier, fueron entre un 15 y un 20%, según activistas 5%. No falta, sin embargo, quien sentencia que el porcentaje fue igual a cero…

El mismo día de la aprobación del dictamen, un grupo de integrantes de #SeguridadSinGuerra publica un exhorto al Congreso donde rechazan el dictamen por completo y exigen a los legisladores a “no usar nuestros nombres para legitimar el proceso legislativo”. Esos nombres, que no sé exactamente quién pretendía “usar”, suman exactamente trece.

Es válido, e incluso necesario, que la sociedad civil tenga una agenda en contra de la militarización y que este sector se haga escuchar. Sin embargo, resulta delirante pensar que son “sus nombres” los que podrían legitimar ésta o cualquier otra decisión, tanto como pretender arrogarse la representación del conjunto de una sociedad que no necesariamente tiene sus mismos reclamos y preocupaciones.

h.gomez@institutomora.edu.mx
@HernanGomezB

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