Del 27 de agosto al 2 de septiembre de 1990 se llevó a cabo en la Ciudad de México un encuentro internacional de intelectuales cuyo ámbito reflexivo se centró en El siglo XX: La experiencia de la libertad.

El evento fue convocado por la revista Vuelta, cuyo director era Octavio Paz, quien recibiría el premio Nobel ese año. Entre los asistentes se contaron algunas de las personalidades más destacadas de la intelligentsia internacional. Concurrieron Daniel Bell, Ágnes Heller, Leszek Kolakowski, Eduardo Lizalde, Adolfo Sánchez Vázquez, Jorge Semprún, Cornelius Castoriadis, Enrique Krauze, lrving Howe, Nikolay Shmeliev, Luis Villoro, Michael Ignatieff, Vitaly Korotich, Mario Vargas Llosa, Hugh Thomas, Jorge Edwards, Héctor Aguilar Camín, Jean-François Revel, Norman Manea, Peter Sloterdijk, Carlos Monsiváis, Alejandro Rossi, Jean Meyer, Czeslaw Milosz, Isabel Turrent, Carlos Castillo Peraza, Rolando Cordera y Hugh Trevor-Roper, entre otros.

Krauze ahondó en los detalles de la organización: “En el diseño general del Encuentro el criterio principal fue el equilibrio: geográfico, ideológico, profesional. La elección nunca es perfecta: siempre se falla por omisión o comisión. Hubiera sido útil, por ejemplo, invitar a Galbraith y a Hobsbawm. Faltaron también mujeres: las tres que participaron (Heller, Tolstaya y Turrent) fueron sobresalientes, pero no compensan el desequilibrio de los sexos. Geográficamente hizo falta al menos un argentino que sustituyera a Sábato. Se dijo que Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes fueron dos grandes ausencias. En el primer caso, no lo creo. El gran novelista colombiano declaró, sin ironía, que ‘no era intelectual sino sentimental’. (…) El caso de Fuentes es distinto: su calidad y experiencia en estos asuntos no dejan lugar a duda. Debíamos haber encontrado el modo de invitarlo. Otro desequilibrio notorio: el de la edad. La media de nuestros invitados pasó, seguramente, de los sesenta años”.

Fue tal el impacto mediático y la polémica que el encuentro suscitó entre los sectores dogmáticos de la izquierda nacional que todas las mesas de conferencias fueron transmitidas por la televisión de paga e incluso algunas por la televisión abierta en horario estelar. Además, todas las intervenciones fueron publicadas en siete volúmenes coordinados por Paz y Krauze, y editados por Fernando García Ramírez: Hacia la sociedad abierta (I), El mapa del siglo XXI (II), La palabra liberada (III), Las pasiones de los pueblos (IV), El ejercicio de la libertad: política y economía (V), Las voces del cambio (VI) y Miradas al futuro (VII).

Algunos de los debates más controvertidos fueron los concernientes a la viabilidad del llamado “socialismo real”, a la redistribución económica y política del mundo luego de las catástrofes bélicas del siglo XX, al posicionamiento del intelectual frente a los totalitarismos y a las contradicciones inherentes al nacionalismo y a la identidad.

Quizás una de las definiciones más lúcidas del espíritu del siglo pasado la aportó Ágnes Heller —filósofa brillante recientemente fallecida—: “La libertad era como vivir en una estación de ferrocarril en la que siempre debíamos tomar un tren rápido que va del pasado al futuro. Hasta hace poco, dos tipos de trenes hacían este recorrido. Uno era el tren del progreso, el tren liberal: al tomar el tren había que trascender inmediatamente todo lo que tuviera que ver con el presente; era una especie de religión del renacimiento, de la trascendencia; había que seguir, apresurarnos, ir hacia adelante y más adelante, y no quedarse nunca en el mismo lugar. El otro tren, el más rápido, era el del comunismo; un tren en el que también había que trascender el pasado para lograr el establecimiento de una libertad real, en vez de ciertas frágiles libertades; una libertad absoluta basada en la idea de la deificación del hombre. El comunismo fue también una interpretación de la libertad. La factibilidad del mundo se basa en el concepto de la deificación del hombre. A final de cuentas, seríamos totalmente libres, libres para hacer lo que quisiéramos con este mundo y con nosotros mismos. No habría límites antropológicos, ni límites sociales ni naturales y transformaríamos la naturaleza del mundo. Ahora conocemos las consecuencias de esta deificación. (…) Seguimos viviendo en la estación porque tenemos conciencia histórica: sabemos que somos históricos, que ésta no es la última etapa de la raza humana (…) Sabemos también que vamos a continuarnos en nuestros hijos y nietos, y que ellos se quedarán con esta estación, por lo cual tenemos que embellecerla, hacerla cómoda, vivible. No queremos ya redenciones políticas”.

Las discusiones emergentes en el siglo XXI demandan claridad y perspectiva, encuentros como el de Vuelta que aporten fundamentos y contribuyan a erradicar el dominio de la doxa sobre la teoría.

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