Alrededor del mundo se prende el semáforo rojo que avisa de la reacción autoritaria contra el cambio democrático. La globalización y la democratización han producido anticuerpos: el miedo a lo desconocido, la carga de la culpa de desplazados económicos arrojada a los integrados sin ver la viga en el ojo de las élites. Lo que distingue a los personajes es el rechazo o el apego a la democracia liberal y representativa o su manera de referirse a sus conciudadanos: los autoritarios buscan subyugarlos; los demócratas los reconocen como interlocutores y se rinden a ellos cuando las circunstancias los desacreditan. Entonces se van, mientras que aquellos permanecen.

Después de décadas de gobiernos democráticos, el hartazgo arrastra a preferir el cierre de los espacios abiertos para que no se paren las moscas, que van cubriendo con heces de corrupción todo lo que huela a desviación de una horma imaginaria. Los insectos corrompidos escandalizan a los creyentes que se refugian en credos que pretenden abarcar todo y así remansar un mundo globalizado. Los grandes ganadores son los que medran del poder encaramados sobre sus víctimas; los perdedores son los ciudadanos.

Las figuras centrales de la democracia representativa, los ciudadanos y su juicio, pierden frente a la oveja pastoreada por las regresiones utópicas a los oráculos político-religiosos. Mientras que el ciudadano razona su opinión para intervenir en asuntos públicos, la masa cree y obedece. En política, creer y obedecer se siguen, salvo que medie el pensamiento crítico. Éste es el gran ausente en muchas democracias nuevas y antiguas.

Puede refutarse el argumento con la vulgaridad de que la mayoría no piensa y que, por tanto, necesita la guía de iluminados que la rescaten. No es verdad: lo que se necesita es que el aparato cultural y comunicativo se enderece para facilitar la deliberación y la conciencia crítica. Ambos son pilares de sociedades autoconstruidas. La más genuina inconformidad con las instituciones y los políticos es que éstos se han servido de las primeras para beneficiarse a costa de quienes las sostenemos. Ese orden es inaceptable y, por tanto, el rechazo es el índice con el que debe señalarse el cambio. No hay algo más insoportable que atender lo que dice el otro. Sin embargo, si hemos de reconstruir el edificio de la convivencia democrática, hay que aprender la esencia del ciudadano crítico.

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