En lo general el fin de las universidades públicas en México es el mismo: Educar, formar y cultivar a todos sus alumnos, para que en el ejercicio futuro de sus respectivas profesiones sean útiles a la sociedad. De esta manera a los universitarios se les prepara para ser ciudadanos libres, independientes, responsables y críticos principalmente sobre las condiciones y problemas nacionales.

Indirectamente también cumplen con otro propósito no menos importante, al ser una de las instancias del Estado más relevantes, para detonar la movilidad social de los grupos económicamente menos favorecidos. En este sentido, se puede asegurar que muchas historias de éxito personales han pasado por medio de la educación superior que es pública. La suma de estos factores ha dado como resultado tener cierta paz social.

Para cumplir con este fin, las universidades requieren de importantes presupuestos que son asignados por la Cámara de Diputados en el presupuesto de la Federación. Es claro qué en el uso de su propia autonomía, muchas de estas instituciones realizan actividades para buscar generar recursos extraordinarios que les permita complementar las funciones de su trabajo. Lo que también es claro, es que dichas funciones deben de ser inherentes a la naturaleza de lo que hace una institución educativa. Por lo que ser un intermediario financiero que vende o fabrica gorras o peor aún, prestarse a ser cómplice de un acto ilegal que asigna contratos a empresas fantasmas por labores que no se han hecho, pero qué si se cobraron, es inadmisible e inaceptable. Esto es corrupción y mal gobierno desde cualquier punto de vista.

Es el caso que la Auditoria Superior de la Federación al presentar su tercer informe de auditorías individuales, nos da a conocer las mismas irregularidades y modus operandi con el que han actuado ciertas universidades públicas al firmar convenios de colaboración con diversas dependencias del gobierno federal. Por la consistencia reiterada en la forma de operar, bien le podríamos llamar el modelo Robles, de Rosario Robles.

Todo empieza con un convenio entre la entidad gubernamental y la universidad. Éste les permite celebrar convenios por servicios que pudiera llevar a cabo la institución educativa. El tema es que en muchos casos, el objeto del contrato nada tiene que ver con lo que puede hacer una universidad. Lo peor es fueron perversamente utilizadas para eludir el artículo 1 de la ley de adquisiciones que prevé obligadamente licitar los contratos privados bajo un mecanismo de competencia, para que se ofrezca el mejor precio con el mejor servicio. Para evitar este proceso, la propia ley establece qué por excepción, repito por excepción se pueden asignar directamente los contratos a dependencias de gobierno.

Una vez asignado el contrato se procede a implementar lo pactado, al pago indebido de un servicio que no se prestó o bien, al pago de un servicio subcontratado a una empresa que en algunos casos estaba boletinada por ser un mal proveedor.

En números, se ha detectado que del ejercicio 2013 y 2014 se firmaron convenios por 7 mil 670 millones de pesos. Supuestamente las universidades cobraron una comisión de mil millones de pesos y el resto por 6 mil 670 millones se destinaron a pagar en convenios muy irregulares. No se sabe con claridad en donde quedaron 3 mil 433 millones de pesos.

Con independencia de lo que vaya a realizar o no las autoridades federales, se esperaría que hacia dentro de las universidades publicas involucradas se hicieran las investigaciones del caso y se procediera a denunciar la vergonzante corrupción a la que se prestaron algunos de sus directivos.

Me llama mucho la atención cuando el gobierno se indigna porque supuestamente no se reconocen los avances que han tenido. Cuando menos en las mediciones internacionales si hemos avanzado, al haber logrado bajar en corrupción, ya que ahora alcanzamos el último lugar de los países que integran la OCDE. Y todavía se preguntan porque no levantan en las encuestas.

Académico por la UNAM

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