Lo último que supe de mi amigo Florindo fue que se murió y de eso ya hace años. Me contaron que él y sus amigos tomaron “prestado” un camión de cerdos y se fueron a pasear, que la ley fue tras ellos, que al final se estrellaron en un cruce con semáforo y nadie quedó vivo, ni gente ni animales.

Pensé entonces que Florindo habían encontrado lo que siempre había buscado, una vida de aventura y un trágico final, como personaje de película. Lo imaginé como Bonny and Clyde, pero sin Bonny, él solito contra el mundo, con los puños cerrados y alzados al aíre, entre vísceras de marranos y sirenas de patrullas.

Florindo fue un muchacho débil que quería pasar por uno tipo duro y ese fue el origen de todas sus complicaciones. Fue la historia de un hombre con el nombre equivocado, el peor para un chaval de calle, de colonia salvaje, de zona lumpen, de getto urbano.

Tuvo su propia banda, no de las que hacen música, sino de las que se organizaban para hacer bola y salir a dar trompadas en las fiestas. Era una manada de greñudos, mal vestidos y mal comidos, rockeros del Estado de México, de Nezahualcóyotl para más señas.

En realidad eran unos chamacos escandaloso, camorristas, busca pleitos, jóvenes mal encarados pero inofensivos, porque en esos tiempos no se sabía de niños sicarios y cuando las palabras no era suficientes para saldar discusiones salían a relucir los puños y no las metralletas.

Se llamaba Florindo, como Doña Florinda de El Chavo del Ocho, pero le llamábamos La Fora, El Florido, El Florindo y Floripondio. Así eran la cosas en la calle antes y así eran los amigos, aquellos que te molestaban pero no permitían que otros lo hicieran.

Lo peor que le podía suceder Al Flora era que su padre lo regañara frente a los demás y recargara cada letra de su nombre: “¿F-L-O-R-I-N-D-O, ya fuiste por las tortillas? Florindo se mordía los labios, apretaba los puños, pateaba piedras, miraba con todo el odio posible y luego contestaba: “¡Ya fuiiiii!”.

No era un tipo alto, ni bajo, cabezón y un poco encorvado, flaco y escurrido, cuando caminaba lo hacía como si bailara, con un ritmo y de puntitas. Cuando se trataba de jugar futbol americano nadie lo elegía, porque se llamaba Florindo y porque era flaco huesudo y poco hábil con las piernas. No era bueno para jugar las canicas, tampoco para las patadas locas, no era bueno para jugar prácticamente nada, pero era luchón, persistente, más bien terco.

Florindo creció bajo el estigma de ser Florindo. Cambió de barrio y de amigos y se llamó de muchas maneras, se ponía el apodo que fuera, el más feo para él era el más bonito.

Siempre quería ser el primero en todo, quería ser el más fuerte, el más aguantador, el mero principal, como dijo José Alfredo, pero el nombre no le ayudaba.

Su muerte fue noticia en la colonia y para muchos fue como un Robin Hood de barriada, de esos que le quitan a los que tienen, pero no reparten entre los más necesitados.

A Frorindo lo despidieron como a un valiente, por haber sido aventado, imprudente y provocador, y por demostrar que no era y ni fue siempre un “Florindo”.

Su amigos y conocidos lo despidieron como si se trata de Pedro Infante, con música y rezos. Cientos de chavos banda lo acompañaron hasta su tumba, le cantaron, lo lloraron, lo recordaron y luego lo olvidaron. Sobre su tumba le dejaron una grabadora con un cassette de carrete (no había CD’s todavía) con sus “rolas” preferidas y un cigarro de esa yerba que ataranta.

Entonces pensé sería interesante contar, algún día, la historia de un hombre valiente y que Florindo llevó por nombre.

La noticia de su muerte fue triste, como todas las noticias de difuntos, pero quedó el consuelo de saber que se fue como quiso. Lo dijo James Dean o dicen que lo dijo: “Vive rápido, muere pronto y deja un cadáver hermoso”.

FIN

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