El fenómeno de la despersonalización es el que más ha impactado el desarrollo de la civilización, quizás como la mayor de sus deformaciones; al convertirse en masa, el ser humano ha dejado de ser el núcleo de la vida social, lo que ha trastocado severamente la convivencia humana.

La vida social cada vez es más individual, ya que con el correr del tiempo la acción y los intereses del individuo se han impuesto por sobre los del colectivo, vaciando de contenido y propósito el espacio comunal; hemos vivido un proceso civilizatorio en el que se privilegia el actuar del individuo, dejándonos ante una dramática contradicción: una sociedad sin sociedad.

Negar este hecho sería tan absurdo como suponer que desde el voluntarismo, o el deber ser, tal situación pudiera modificarse. De igual forma, sería inadmisible abandonar el objetivo de privilegiar las relaciones sociales y los niveles de convivencia humana indispensables.

Hoy en día nuestro país enfrenta, como nunca antes desde la conclusión de la guerra civil de 1910, el enorme reto de recuperar sus niveles de convivencia y de respeto por la vida humana, la ley y las instituciones. El combate contra las drogas, impuesto desde los centros de poder que resultan sus principales beneficiarios —tanto en sus causas como en sus efectos—, deberá ser abordado desde una estrategia radicalmente distinta, estrategia que no debe caer en el facilismo de plantear como solución mágica la legalización de las drogas, pero tampoco debe instalarse en su opuesto, fincado en el falso argumento de que el correctivo implique aceptar el triunfo de la ilegalidad.

Por lo tanto, será a partir de esa necesaria revisión, junto con lo referido a la vertiente legal y punitiva, que se deberá identificar, primero, el enorme daño que dicho enfoque ha causado al tejido social y, segundo, las mejores vías para regenerarlo.

Al aceptar el fortalecimiento de los valores como principal eje de acción, está claro que la responsabilidad de tal objetivo recae en el Estado, desde su obligación de tutelar los valores sociales, que en estos días son los que, precisamente, se ven sometidos por los valores individuales.

Al hacer un recuento de algunas características de nuestro tiempo como el consumismo, la creciente enajenación desplegada por los medios de comunicación masiva, el alarmante incremento de las adicciones, incluso las derivadas del uso de los medios de comunicación personalizada y el internet, se hace evidente la imposibilidad, desde el espacio del individuo, de lograr restablecer los valores para recuperar nuestra sana convivencia. Si bien en todas estas decisiones se encuentra nuestro derecho a elegir, inapelable desde cualquier perspectiva, también es cierto que para la reconstrucción del tejido social el derecho colectivo deberá tener, sin duda, una mayor jerarquía que el individual.

De hecho, es en la tarea de reconocer y defender lo colectivo —aquello que nos pertenece como bien común— que la cultura, en su identificación, su creación, su defensa y su recreación, adquieren una poderosa dimensión para la cohesión social. No me refiero a las acciones culteranas o a instalaciones para el disfrute de la élite, sino al proceso cultural orientado a desentrañar los procesos societarios, argamasa que nutre e identifica la vida social y sin la cual será imposible renovar la inclusión, la tolerancia y el respeto por toda forma de procesamiento de los intereses y códigos que surgen en la base social.

De acuerdo con esa hoja de ruta, que deberá ser tan amplia como lo es la vida comunitaria del país, la escuela pública mexicana habrá de cumplir un rol esencial: no hay bien público más apreciado, más respetado, más descentralizado y actuante que nuestra escuela pública. Por lo mismo, los actores fundamentales de esta ardua y exigente tarea serán los maestros y la educación pública. Si fue en la escuela pública mexicana donde se construyó la nación que hoy somos, será en ella donde recuperemos los códigos y los valores extraviados.

Presidenta del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación

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