Una larga cadena de desatinos verbales salidos de la cocina del presidente electo —más parecidos al conocido botepronto de un líder social opositor que a la indispensable reflexión de un inminente jefe del Ejecutivo federal— podrían estar adelgazando la cubierta de chocolate que inauguró la etapa de transición.
Si en tales reacciones descuidadas no se advierten amor y paz, el sabor ocre y amargo del resultante postre transicional no parece ser tan digerible para quienes ocupan lugares importantes en la mesa de los inversionistas nacionales y extranjeros.
¿Toca al Presidente electo y a su equipo seguir aplicando raseros que dividan o buscar acuerdos que reconcilien al país con la preservación de equilibrios y le permitan la búsqueda válida de un mejor futuro? Si la intemperancia es el platillo previo a diciembre ¿cómo serán la entrada y el plato fuerte a partir del día uno del nuevo gobierno? Del uso descuidado del término “bancarrota” a la inculpación anticipada al banco central la expectativa aumenta.
Con más de 30 millones de votos y legitimidad electoral a toda prueba, AMLO se alzó con la enorme victoria. Pero esa verdad tiene una contraparte: casi 60 millones de electores votaron por un candidato distinto a él, o no votaron por ninguno.
Es tarde —o demasiado pronto, según se vean los escenarios 2018 a 2024— para que se extienda el temor y el nerviosismo entre inversionistas nacionales y extranjeros y se acelere el flujo de capitales hacia mercados más seguros.
Con un país tan necesitado de crecimiento e inversión sorprende el tono ríspido de algunos mensajes del ganador de julio.
La retracción de capitales como reacción casi inmediata no parece aun incontrolable, pero se han dado sus primeros saldos en un sector sensible a la incerteza, como el mercado inmobiliario, que empieza a abundar en la oferta de inmuebles de valor elevado.
Una cosa es transformar la vida pública para corregir sus enormes pasivos institucionales e insuficiencias y otra pretender refundar al país o cambiarlo todo derrumbando lo que esté al paso en un incierto rumbo que desprecia la economía, la técnica y las formas.
Los altos mandos administrativos entrantes deberían asumir que todas las referencias a programas y acciones del nuevo gobierno no se satisfacen con anunciarlas, sino admitir que despiertan el deseo de saber más. ¿Cómo se va a lograr, por ejemplo, la reubicación de dependencias y secretarías de Estado? Nadie del equipo entrante avanza en respuestas: si los trabajadores de base no se van a tocar, pero los de confianza sí ¿estamos ante secretarios que despacharán a sus colaboradores a mil km de distancia? ¿cómo se logrará la eficiencia administrativa y se abordará la migración burocrática?
El Presidente con más poder en los últimos 24 años y el que cabalgó a lomos de la oferta de cambio, seguirá siendo el que más preguntas enfrente. Sin contrapesos de opinión, sin respuestas que den certeza a la construcción de las acciones será difícil ahuyentar la soberbia y el absolutismo, hasta llegar incluso a una regresión de las libertades, con cada vez más abierta indiferencia o violación de derechos humanos.
Si al ejercicio de reflexión y de crítica sobre el futuro gobierno se responde con descalificaciones, le irá mal a México. Del poder absoluto surge la corrupción absoluta y la desviación absoluta de los fines y los medios. La historia así lo enseña.
La tersura inicial de la transición no debería anular el planteamiento respetuoso de las principales preguntas inherentes a las acciones de gobierno. Es en las respuestas y precisiones sobre el alcance, organización e impacto presupuestario de lo ofrecido —y hasta en el redimensionamiento de algunas propuestas en función de no descarrilar de entrada las finanzas públicas— donde se juega el resto de la transición. Esta ya es la hora de las responsabilidades.