¿Gobierno o revolución? Si hay una estrategia para agudizar la polarización y la confusión, su eficacia está a la vista. Pero si no, resultaría urgente un ejercicio de esclarecimiento del lenguaje público y de mesura en las actitudes de todos: gobernantes, ciudadanos en red o fuera de ella, oposiciones, grupos de interés y medios. Y es que el cambio de época, reafirmado en los discursos de los primeros cuatro días del presidente Andrés Manuel López Obrador, podría estar conduciendo a interpretaciones fuera de control. Incluso parecería desfigurarse hora tras hora por la abundancia de mensajes, algunos equívocos, otros francamente contradictorios, más la intensidad de los choques de emociones desbordadas que genera el momento.

Habría que empezar por redefinir los campos. Por ejemplo, resulta obvio que el movimiento encabezado por el presidente López Obrador ya se apropió expansivamente del gobierno y controla ahora los potentes aparatos del poder desde un nuevo oficialismo arrasador, incluyendo sus vastas mayorías en el Legislativo: un oficialismo que impone decisiones verticales a una velocidad que dejaría como aprendiz al PRI de la época más avasallante. Sin embargo, el presidente no abandona sus mensajes de alerta ante el riesgo, dice, de ser ‘avasallado’ ¡él! por sus “adversarios”, si “el pueblo” lo abandonara: un lenguaje del poder envuelto en el de una oposición bajo asedio, lo cual lo autoriza a reaccionar, con sorna o indignación, pero desde un poder desigual, contra esos ‘adversarios’ que su maquinaria oficialista de difusión convierte peligrosamente en escoria .

Estos ‘adversarios’ son comunicadores que todavía critican en los medios, o que, como Loret, ejercen el derecho a preguntar, inherente a las libertades informativas. O son miembros de una débil oposición política a la que se tiende a despojar de los derechos de las minorías —establecidos durante el régimen priísta— y que entre otras cosas franquearon el paso a los nuevos gobernantes para convertirse en mayoría. Falta precisar que, en la lógica democrática, el gobierno no tiene adversarios. Los gobernantes en turno, en cambio, tienen críticos, opositores y competidores como expresiones de salud de la democracia. Sólo en una lógica revolucionaria de manual el poder conquistado debe devenir dictadura contra los enemigos o adversarios de la revolución y su programa de destrucción de las instituciones del viejo régimen para instaurar el nuevo.

¿Representación o encarnación? Otro ejemplo: la interpelación —en emulación juarista— del presidente de hoy a los supuestos ‘conservadores’ (sus críticos), parecería pasar por alto la precaria, itinerante presidencia de Juárez —enfrentada a las hostilidades de aquel bando en una guerra civil: el fantasma que recorre toda zona de polarización. Pero nada que ver esto con quien sólo enfrenta críticas en los medios a bordo de la nave— fortaleza de una poderosa presidencia sin frenos ni contrapesos. Y están otros conceptos clave a despejar, como el que asomó la tarde del sábado en el Zócalo: un híbrido de una anacrónica democracia asamblearia y el arcaísmo de la consagración religiosa del líder en calidad de encarnación del pueblo, entendido éste como unidad homogénea e indivisible, en contraste con la idea moderna de representación de sociedades heterogéneas, en conflicto, propia de las democracias representativas.

Transfiguración. La ausencia de mesura en esta hora se ilustra, para terminar, con el presidente de la Cámara de Diputados, el supuesto contrapeso del Ejecutivo, quien dijo ver en la cima del Palacio Legislativo, mientras López Obrador se convertía en presidente, una “transfiguración”: el pasaje evangélico en que Jesús se vuelve radiante en gloria divina sobre una montaña. Y no ha faltado quien compare con la Toma de la Bastilla la entrada de visitantes a Los Pinos a llevarse las nochebuenas.

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