A mi abuelo, Lluís Casamitjana

La larga lucha contra el terrorismo de ETA fue durante décadas el reto más serio al Estado español. Pero hoy es Cataluña la que busca, con un referéndum de independencia este 1 de octubre, escaparse de lo que fue, a raíz de la transición democrática, el regazo plurinacional de España y una identidad dual. El catalanismo fue solidario con el proyecto de la España democrática, moderna y europea, y fue punta de lanza de las campañas internacionales para su ingreso a la OTAN y a la Europa comunitaria. A cambio, Madrid apoyó el desarrollo del modelo autonómico de gestión y la normalización lingüística y de identidad catalanas. ¿Qué ocurrió para que estemos hoy parados ante una crisis impredecible y potencialmente caótica? Su origen directo es el rechazo en 2010 de un nuevo proyecto de Estatuto autonómico, previamente aprobado tanto por los parlamentos catalán y español y vía plebiscito por los catalanes. Otorgaba mayores poderes a Cataluña, sobre todo en materia de contribuciones fiscales a Madrid, pero el Tribunal Constitucional de España —aduciendo que el preámbulo mencionaba a Cataluña como nación— tumbó el Estatuto. Esa decisión troglodita y lamentable de ir en contra de lo legislado prendió la mecha a una situación política y social que de por sí ya se había enrarecido, como en el resto de Europa, por los efectos de la recesión económica de 2008 y el hastío con los partidos políticos de “más de lo mismo”. El separatismo tiene profundas raíces históricas y culturales en Cataluña; sin embargo, en menos de una década la causa del independentismo se ha corrido de los márgenes de la sociedad y clase política catalanas al centro del escenario. El actual gobierno catalán es el primero en más de ocho décadas en impulsar abiertamente la secesión. Pero el cambio más evidente ha sido en la calle. Cataluña ha sido testigo de algunas de las mayores manifestaciones en Europa, con cientos de miles reclamando la independencia cada 11 de septiembre (día nacional de Cataluña). Para medir el pulso secesionista de un barrio o una ciudad, sólo hay que mirar hacia arriba para ver cuántas esteladas (la bandera independentista catalana) ondean desde balcones y ventanas. Y a diferencia de Escocia, donde fue la clase política que empujó el carro de la independencia para que luego se subiera la ciudadanía, en Cataluña ha sido la clase política, ante el temor de quedarse atrás, la que tuvo que subirse al carro de la independencia conducido por la sociedad civil.

El presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, argumentando que el referéndum viola la    Constitución, se ha mantenido en su terca oposición a articular un mecanismo por el cual los catalanes puedan manifestarse libremente sobre la independencia, como lo hiciera en 2014 el Reino Unido en un ejercicio democrático ejemplar con el referéndum escocés. Confiado en que el repunte de la economía, la balcanización política catalana y el desgaste de tres votaciones no vinculantes previas harían recular al gobierno catalán, Madrid ha decidido, a contrapelo de Miguel de Unamuno, que es mejor vencer que convencer. Estar a favor de un referéndum no te convierte en independentista; te convierte en demócrata. Y no hay que olvidar que la demanda de los catalanes a través de medios legales y democráticos para expresar su voluntad con respecto a un futuro político con España ha sido constantemente rechazada. Ello explica por qué cuatro de cada cinco catalanes apoyan el que se vote en un referéndum, más allá de si suscriben o no la independencia.

Confieso que escribo esto con sentimientos encontrados. De pequeño, y con el trasfondo de la represión de la dictadura franquista a la cultura y lengua catalanas, en casa se discutía, en catalán, la aspiración de autodeterminación de Cataluña. Pero si pudiera votar el 1 de octubre, no sé en qué sentido lo haría. Temo que si Cataluña defiende su identidad como diferente a los demás, de unos frente a otros, corre el peligro de perder referencias para hacerse oír en el mundo. Su naturaleza cosmopolita, plural, tolerante y abierta, uno de sus más grandes resortes de prosperidad y vitalidad cultural y social, podrían dar pie a un ensimismamiento y parroquialismo preocupantes. Es cierto que al final del día, lo único que tendría que hacer Cataluña es esperar al relevo generacional. Los jóvenes catalanes están abrumadoramente a favor de la independencia. Y eso hace que un acuerdo pactado ahora pueda ser más fácil que en 10 años; en 20 años podría ser imposible. Hoy está en juego no sólo el derecho del pueblo catalán a decidir y emitir un voto; también lo está el alma democrática de España, permitiendo el referéndum y abocándose a convencer —y no intimidar— a los catalanes de por qué es mejor quedarse que partir.

Consultor internacional

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