En los días recientes, hemos sido testigos por los medios de comunicación de hechos de una violencia inaudita. No puedo dejar de mencionar el ataque a población civil en la ciudad de Boston. La salvajada queda ahí para el registro de brutalidades del siglo XXI, quien sea el que lo haya concebido y perpetrado y cualquiera que haya sido el motivo.

Mediáticamente el hecho ocupó espacios importantes en la prensa del mundo.

El escenario: un evento deportivo de gran tradición y, como suele suceder en los casos típicos de terrorismo, de manera absolutamente inesperada, creando confusión y pánico a título de advertencia.

El saldo de la tragedia fue de tres muertos y más de cien heridos, algunos de ellos amputados. Sucedió en una de las ciudades emblemáticas de EU y con motivo de las celebraciones de la libertad, tema del que es ícono la tierra en donde se gestó parte de la independencia estadounidense. El presunto responsable será sometido a juicio en condiciones que dan lugar a conjeturas y suspicacias.

Eso sucedió allá. Los estadounidenses van a vivir en medio de una latente amenaza de nuevos ataques. Han sembrado odio y van a cosechar ira. Pero aquí los escenarios de violencia no merecen ya los titulares de la prensa. Son cosas de todos los días. Las noticias dejan de serlo cuando se vuelven sucesos cotidianos. Cadáveres colgados en los puentes, decapitados y cuerpos despedazados como trofeos de la delincuencia y el narco. No pasa nada.

Sin embargo, cómo permanecer indiferentes ante el incremento de los índices de criminalidad que recorre el país, cómo cerrar los ojos ante las brutales actitudes de grupos rebeldes, como un sector de ‘maestros’ de Guerrero, disfrazados de muerte, armados de hachas, varillas y palos. La barbarie no ha tenido límite. No hay autoridad que los enfrente ni válido su argumento de prudencia. Los destrozos de la turba pareciera que cuenta con el permiso de un gobierno ausente. El vacío de poder en aquel estado es alarmante.

Y en otro tenor, cómo no quedar azorados ante las violentas y absurdas ‘tomas’ de instalaciones universitarias. El ataque al edificio de la rectoría de la UNAM y los grafitis a sus murales, son signos de la violencia y la impunidad en la que vive la sociedad mexicana.

El fenómeno no es nuevo. Invadir los recintos de la institución de educación superior más importante del país es un hecho para llamar la atención, es símbolo de rebeldía inadmisible; es una estupidez que no puede tener aceptación de nadie y sí emplaza a unir voces para condenar semejantes actitudes de jóvenes que tienen que ocultar su rostro porque saben que cometen un delito.

Escalar a la Torre de Rectoría y golpear cristales para destruirlos y pintarrajear los murales de David Alfaro Siqueiros son actos de vandalismo inexcusable. No hay atenuante.

Ninguna causa podría justificar esa agresión. Menos la de presionar para que no se procese judicialmente a estudiantes del CCH que tomaron unas oficinas en febrero. Violencia sobre violencia, impunidad sobre impunidad.

El rector José Narro, quien durante su gestión se ha visto atento, inteligente y sensible, empieza a dar señales de cansancio. Si bien en su discurso no otorga perdón a los encapuchados, directores de facultades le han exigido mayor energía. Su retórica es tímida y no corresponde a la gravedad de las circunstancias: “Los responsables de este acto deberán responder por su conducta frente a las autoridades judiciales y frente a la historia”.

La gran mayoría de mexicanos verían con beneplácito una intervención policiaca y, sin pruritos acerca de un concepto de autonomía que debe superarse, detener y enjuiciar a los malandrines. Una acción de las fuerzas del orden en Guerrero es también un clamor de la población. Quizá cuando usted lea esto, los problemas estén en vías de solución, pero es importante dejar claro: quienes marchan violando derechos de terceros, quienes dañan con excesiva furia las instalaciones públicas y las propiedades privadas; quienes tienen pobres o nulos argumentos para desafiar a la autoridad y poner en riesgo la gobernabilidad del país, deben ser frenados y, en su caso, perseguidos sin atenuantes.

El pastizal está seco de nuevo.

Permitir que se incendien las parcelas del territorio nacional que corren mayor peligro, es jugar con un fuego que se puede esparcir de manera incontenible y provocar no sólo la interrupción de los procesos transformadores que el país necesita, sino que ardan instituciones y sufra quemaduras graves el colectivo social. Es hora de detener el siniestro.

Editor y escritor

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