No hay discurso político que regatee a la educación el sitio estratégico que tiene en la marcha del desarrollo de las naciones. Tampoco hay plan de gobierno que no le otorgue a la educación un sitio fundamental para detonar el bienestar de un pueblo. El propio Plan Nacional de Desarrollo, adoptado por la actual administración federal, establece que la articulación entre educación, ciencia e innovación es fundamental para alcanzar “una sociedad más justa y próspera”.

Ese plan, adoptado en mayo pasado, se asienta sobre una idea básica, que no por elemental deja de ser una profunda advertencia. Sostiene que “la falta de educación es una barrera para el desarrollo productivo del país ya que limita la capacidad de la población para comunicarse de una manera eficiente, trabajar en equipo, resolver problemas, usar efectivamente las tecnologías de la información para adoptar procesos y tecnologías superiores, así como para comprender el entorno en el que vivimos y poder innovar”.

Este razonamiento aplica para todos los niveles formativos, pero de manera extraordinaria para la educación superior. Una nación cuyos habitantes acusan graves debilidades en lo relativo al uso de herramientas conceptuales para interpretar su mundo, que tienen fuertes resistencia para crear colectivamente o que están instalados en el analfabetismo informático, pocas posibilidades tiene para moverse con éxito en el concierto global.

Lo cierto es que a los planes que reconocen el papel capital de la educación y de la ciencia, deben acompañarse los recursos necesarios para que cada vez un mayor número de mexicanos sean alcanzados por los beneficios del conocimiento, y para que los científicos incidan de modo creciente en el diseño de las políticas públicas. Démosle oportunidad a que la ciencia aporte lo suyo y veremos cómo la marcha del país será cualitativamente distinta.

De ahí la importancia del llamado que en días pasados formuló la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (Anuies) ante la Secretaría de Educación Pública, en el sentido de que para el ejercicio presupuestal de 2014 se incremente el presupuesto en al menos 50 mil millones de pesos frente al monto asignado al rubro para el año que corre, que fue de 103 mil 300 millones de pesos.

Este incremento permitiría a la educación superior recuperar al menos el ritmo de crecimiento registrado en el último lustro, y que fue interrumpido toda vez que, en términos reales, en el actual ejercicio los recursos disminuyeron. En términos globales, el déficit que acumulan las instituciones aglutinadas en la Anuies es superior a los 2 mil millones de pesos.

El conjunto de universidades públicas mexicanas hemos tocado fondo y la suma de nuestros subsidios ha llegado a ser insuficiente para encarar incluso los compromisos laborales, de modo que para impulsar nuevos proyectos y apuntalar el crecimiento nos vemos obligados a buscar fuentes de financiamiento alternas. Ya desde 2007, por ejemplo, el rector de la Universidad de Hidalgo llegó a calificar como “terrible” el rezago de nuestras instituciones, un rezago de casi 30 años.

Estamos hoy ante la posibilidad de enmendar esta deuda con la población mexicana. Y más específicamente con la población mexicana excluida de los privilegios del desarrollo, que es a la que históricamente atiende la universidad pública.

Es preciso que en el reparto del pastel presupuestal, cuyo proyecto pronto llegará a las instancias responsables de su asignación, la educación superior sea reivindicada y que el sitio prioritario que ésta ocupa en el discurso se vea reflejado en los proporcionales de la asignación.

Rector Universidad Autónoma de Querétaro

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