No es para nada nuevo, tanto en la televisión como en el cine, la literatura y la música, la predilección por parte del público del denominado “género gansteril”, el cual —junto con la clásica temática del viejo oeste— constituye una de las manifestaciones artísticas más exitosas de la industria del entretenimiento.

Desde la funesta existencia de Al Capone hasta el fiel retrato de la mafia italiana que representa una familia siciliana ubicada en Nueva York, en El padrino de Francis Ford Coppola, las películas, novelas y series en torno al crimen organizado han formado parte de las producciones más aclamadas y apreciadas mundialmente.

A las que ya se catalogan como obras clásicas de la filmografía hollywoodense, hoy en día se incorporan numerosos subgéneros, cuyo tema central no es solamente la biografía de hombres y mujeres que han cometido atroces delitos, sino también pasajes explícitos que fomentan y aplauden el consumo lúdico de drogas ilícitas.

Dentro de ese fenómeno universal, Latinoamérica no ha sido la excepción con las “narcoseries”. En efecto, en una idiosincrasia en la cual el caudillo, el dictador y el revolucionario son un elemento del subconsciente colectivo, no es difícil encontrar un terreno fértil donde se acepte exaltar en pantalla la vida y obra de grandes capos.

Gracias al avance digital, millones de niños y jóvenes de países subdesarrollados —donde adquirir una formación de calidad bajo un entorno adecuado es complicado— de ese modo se topan frente al aparente dinero, poder y opulencia de quienes se dedican a quebrantar la ley y a enriquecerse a costa de la desgracia ajena.

Apartándose por completo de la realidad, los actores y actrices de esos funestos delincuentes ensalzan la pretendida belleza, fuerza y sagacidad de quienes caracterizan, en un mundo de riqueza inaccesible, además de enseñar su supuesta humanidad y falsos motivos que les llevaron a caminar al margen de la sociedad.

Ciertamente no son conocidos todos los efectos que generan los medios de comunicación sobre el comportamiento real de las personas, aunque sí se sabe que tienen una considerable influencia en el comportamiento de los consumidores a través de la publicidad y también para reforzar los valores mediante la interpretación de roles.

De esa manera, la apología del crimen provoca una innegable perturbación en distintos estratos sociales, no sólo al conferir estatus de vedette a los nefastos personajes recreados, sino también al otorgar primacía a lo sensacional, a lo catastrófico y a lo riesgoso, así como a sobrevalorar comportamientos indeseables.

Como integrantes de una colectividad en la cual el orden, la paz y la conciliación persisten todavía como aspiraciones inacabadas, no deberíamos jamás incentivar ni tolerar la utilización y consumo de argumentos emocionales, agresivos y negativos frente al empleo de explicaciones racionales, sensatas y ponderadas.

En ningún caso se busca censurar ni tergiversar la veracidad; ni de limitar o mutilar la libertad de expresión y la libre manifestación de ideas, así como tampoco de pretender inhibir la creatividad de autores e intérpretes o de encauzar la actividad comercial lícita de compañías productoras, televisivas o cinematográficas.

Lo que se sugiere es que cada uno de nosotros tiene la enorme responsabilidad de no aceptar ni normalizar directa o indirectamente, imágenes, historias o personajes donde la personalización del poder se alcanza mediante la comisión de delitos y mucho menos donde ese proceder sea una opción válida, aceptable o irremediable.

Evidentemente, la dramatización fabricada por los medios de comunicación nunca debería llegar a ocupar el lugar de la verdad a la que cada persona debe acceder por cuenta propia, ante todo cuando la misma es integrante de una comunidad fuerte, abierta, plural y democrática.

Se trata únicamente de la obligación que tenemos para no festinar ni provocar esa nociva crisis de identidad donde el individuo, a falta de un entorno familiar, económico y social adecuado, no sabe realmente quién es o qué se espera que sea, ni tampoco a qué rol o papel debe conceder prioridad bajo un contexto limitado.

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