Estamos de acuerdo en que las transiciones democráticas son cambios relevantes que se concretan por la vía de los movimientos sociales y de las negociaciones, más que de las armas. Hay sin embargo unas más profundas que otras: a éstas hemos dado en llamarles transformaciones. Así se evita la expresión “nueva Constitución”, que connota un cambio más radical y puede asustar por tanto a los intereses conservadores. Al margen del papel pautado, aceptemos llanamente que en México se está produciendo una gran transformación: la cuarta de nuestra historia independiente. Esta es inevitable ya que se ha roto el “empate catastrófico” (Gramsci) que mantenía el equilibrio entre cambio y la ruptura.

¿Cuál es el orden de los cambios y cuál su alcance y dirección? Ello es obra del impulso y las circunstancias como decía Meternich y se presta, por tanto, a las más diversas especulaciones, descalificaciones, entusiasmos y temores. Todos los días alguien me avisa que están congelando las cuentas bancarias y ayer mismo fui informado de que el logo oficial de la Secretaria de Cultura es el retrato de Lenin. Espero que de modo semejante me anuncien que he ganado un premio sustantivo en la Lotería Nacional. En tiempos revueltos la política debe ser como nunca pedagogía social, pero muy pocos se toman el tiempo para explicar y muchos para medrar.

Vivimos en el Congreso una situación singular: en tanto componentes electos de la clase política tenemos la obligación de escuchar y de informar, y en nuestra capacidad de legisladores nos asiste el deber de darle forma jurídica al Estado. La Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 más que el resultado de teorías políticas, fue la expresión de demandas precisas, hilvanadas e ingentes de los ciudadanos. No es pues de extrañar que nuestros diputados de la 4T mantengan debates inacabables sobre la agenda legislativa, que sin duda es basta y urgente. A este Segundo Período Ordinario sólo le quedan 25 días de sesiones y un sólo asunto controvertido puede devorarlos a todos. Por un lado no hay transformación sin reformas de gran calado y por el otro no hay proceso de cambio sin la satisfacción cotidiana de las demandas políticas.

Tenemos la obligación constitucional de aprobar el Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024 en lo que ocupáramos parte importante de nuestro tiempo. Resulta esencial para la reconstrucción institucional aprobar la nueva Ley del Congreso, que es resultado indiscutible de nuestro mandato y condición necesaria para seguir avanzando en la edificación del Estado. Lo mismo diríamos de la iniciativa para elevar como principios fundamentales de la Constitución la perspectiva de género y la igualdad sustantiva entre hombres y mujeres, así como el interés superior de la niñez por medio de la adopción de medidas de nivelación, inclusión y acción afirmativa.

Ha emergido con fuerza arrolladora el tema central de toda transformación política verdadera: la organización de la educación. Más allá de los derechos de los padres, de los maestros y de los estudiantes, se encuentra una definición teórica sobre los objetivos y métodos del proceso educativo. Es la única revolución pacífica que existe. La otra vía para mantener los equilibrios sociales y promover la capilaridad entre segmentos e individuos es el salario, que define el precio del trabajo y por lo tanto el sitio que guarda el individuo en la economía política. En particular los salarios mínimos que deben establecerse conforme a una medición precisa de los índices de bienestar que resulte obligatoria para el Estado.

Muchos ángulos podrían añadirse a este pentágono, sin olvidar que todo programa transformador es estructural. La tarea de nuestros legisladores es sin duda inmensa, tal es la exigencia manifiesta.

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