Díganle a su mamá que su amigo José El Chivero los mandó por un taco para él.

Mi amigo Alejandro (Lalín) y yo salimos disparados a cumplir con la encomienda.
—Mamá, dice mi amigo José, El Chivero, que si no tiene un taco para él. 
—¿Quién es José El Chivero? –, me preguntó mi mamá. 
—Un señor llamado José, que cuida chivas y… pues en su casa no tiene para comer. Nos está enseñando a Lalín y a mí a hacer una resortera pero… ¡ya le dio hambre!

Una de las principales virtudes de mi madre era su solidaridad para con los que no tienen, así que más pronto que lo cuento, calentó algo de la comida del día, frijolitos, sus buenas cinco o seis tortillas y me puso todo en un plato (Los desechables no existían en nuestro universo doméstico aún). 
—¡Te encargo mi plato Gustavo!, me dijo mi madre llamándome por mi nombre de pila como cuando quería agregar un toque de severidad a sus instrucciones.

Mi amigo, a su vez, volvió con fruta y un vaso de agua de limón. Su mamá Doña Basi era también una mujer generosa.

Durante algunos jueves más se repitió la escena. Nuestro buen amigo llevaba a sus chivas a retozar a diferentes puntos a lo largo de la semana y aquella sección del enorme sembradío que colindaba con la entonces semidespoblada calle de Luis M. Vega, en su tramo más cercano al Panteón, le correspondía los jueves.

Seguíamos tallando nuestra resortera mientras José nos contaba sus cuitas y nos enseñaba a hacer “patitos” sobre la superficie del enorme terreno aún sin sembrar, nos animó y enseñó a subirnos hasta la punta de los enormes árboles que estaban plantados a lo largo de la calle.  Nos daba consejos sobre la relación padres e hijos (él era un experto autodidacta ya que tenía tres pequeñuelos).

Mis torpes manos infantiles que hasta parecía que usaba siempre guantes de box, se tornaron ágiles, con la asesoría del buen hombre, para tallar la ansiada resortera.

Su historia era simple como la de muchos campesinos mexicanos de aquel entonces (y de ahora). La pobreza lo había orillado, hacía algún tiempo, a alejarse de su gente en la búsqueda del sueño americano.

Nunca pudo cruzar la frontera, tantas veces lo intentó tantas veces la migra lo detectó y lo regresó. Sus ahorros se habían disuelto como sal en un vaso de  agua.

El haber estado expuesto a condiciones climáticas extremas tanto en sus infructuosas incursiones por suelo gringo como en su accidentado regreso a su tierra, habían minado su salud. Se había regresado a pesar de la vergüenza que sufría de verse derrotado por la patrulla fronteriza y había vuelto justo para asistir en sus últimos momentos a su esposa quien había caído enferma poco después de que él partió y al no tener los recursos para atención médica y una alimentación adecuada había ido empeorando poco a poco.

Hacía tres meses que José había enviudado. Ahora cuidaba ese pequeño rebaño de chivas propiedad de un pariente lejano, quien le pagaba unos cuantos pesos a cambio, mismos que dejaba en casa para que sus tres pequeños huérfanos de madre, tuvieran, aunque fuera, un pan que llevarse a la boca. Entre sus dolencias y la tristeza que le causó la partida prematura de su joven esposa y el verse solo con sus tres hijos, cada día se sentía más triste, más enfermo y eso se notaba en su enjuto semblante. Una triste situación que conmovía aún a un par de niños de 8 y 9 años.

Después de unas cuantas semanas ya nunca regresó. ¿Se iría otra vez al Norte? ¿Habría empeorado su salud y habría sucumbido? No lo supimos. Varios jueves más regresamos al sitio de reunión sólo para constatar que no estaban ni las chivas ni su pastor.

Aquella resortera que estábamos aprendiendo a tallar con nuestras propias manos quedó inconclusa; el plato y el vaso nunca más se volvieron a llenar para el pastor de chivas. Nuestras infantiles mentes nos empujaron  a trepar hasta lo más alto de los árboles para llamarlo a gritos, pero, obviamente, él nunca nos respondió.

Hace cosa de dos semanas, pasé por ese tramo de Luis M. Vega. Está repleto de construcciones. De los árboles de aquel entonces sólo existen unos cuantos, ya no están tan altísimos como los recuerdo. 
Instintivamente me estacioné junto al de mayor tamaño y me quedé viendo hacia las alturas; me imaginé trepando hasta el punto más alto de árbol, recordé como me acobardaba el simple hecho de trepar a la primera rama y como José me aconsejaba. “Confía en tus manos, sujétate fuerte, un pie y una mano a la vez, no veas para abajo”, hasta que conseguí mi objetivo, llegar hasta la endeble rama superior, sentir ese excitante tambaleo que el viento provocaba en mi pequeña humanidad.

Mi buen amigo, donde quiera que andes pastoreando rebaños celestiales, ojalá te alcancen la gratitud y las oraciones del pequeño Gustavito que hace dos semanas trepó imaginariamente ese árbol y volvió a gritar al horizonte, como hace 51 años: “Amigoooo, amigo José, El Chiverooo, ¿me oyeeees?”

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