El 17 de julio del 2020, el entonces secretario de Comunicaciones y Transportes (SCT), Javier Jiménez Espriú, dirigió al presidente su carta de renuncia. Fue una carta breve y clara. En ella, el funcionario en vías de separación, expresó su desacuerdo con la decisión presidencial de “trasladar al ámbito militar de la Secretaría de Marina, las funciones eminentemente civiles de los Puertos, de la Marina Mercante y de la formación de marinos mercantes, que han estado a cargo de la SCT desde 1970.”

Esta es la primera vez que un secretario de Estado se expresa públicamente en contra del proceso de militarización que vive el país. Es un acto histórico.

La renuncia nos deja lecciones. Una de ellas es lo valiosa que es esta voz, mientras el resto del gabinete ha callado. Quienes hemos atestiguado la incorporación de las Fuerzas Armadas en tareas antes reservadas a autoridades civiles, conocemos a actuales secretarios de Estado, subsecretarios, legisladores o titulares de instituciones que conforman el gabinete ampliado, que están en desacuerdo con permitir al Ejército y Marina realizar estas labores, pero que permanecen en silencio. Nos sentimos extrañados con estos funcionarios públicos que, mientras fueron oposición, impidieron que se concretaran las políticas públicas que hoy dejan pasar. En este contexto, la acción pública de Jiménez Espriú es lago en un desierto.

Algo positivo en este caso fue la reacción presidencial a la renuncia. Fue una ocasión en que la persona en desacuerdo público con el mandatario evitó su reducción a la categoría de enemigo. Quiere decir que hay un espacio, pequeño pero existente, para el debate.

Hay quienes creemos que la llegada de uniformados en verde, negro o blanco, no elimina, en sí misma, las condiciones que facilitan la corrupción en el país. Pensamos que es más importante diseñar correctamente los contextos de operación, por encima de un proceso de reclutamiento de funcionarios “virtuosos”. No existen manzanas podridas sino barriles que pudren cualquier manzana. En el caso que nos ocupa, de nada servirá la transferencia de funciones de una Secretaría a otra, si los mismos procesos que permiten la ilegalidad subsisten sin mecanismos de control ni supervisión.

La creación de la Guardia Nacional detonó cuestionamientos sobre la conveniencia de asignar las tareas de seguridad pública a instituciones civiles y militares, simultáneamente. Este reciente paso hacia una autoridad de puertos militar, es un caso aún más grave, va más allá de la concurrencia de funciones; representa la eliminación de toda una estructura de administración pública civil en una militar.

Quien conoce a Jiménez Espriú sabe que es un funcionario y un académico admirable. Ha sido la persona a la que han recurrido presidentes y rectores. No tiene filiación política sino vocación profesional. Es un ingeniero y maestro, reconocido y premiado. Es, también, uno de los hombres de confianza del presidente. En ese contexto, su decisión de renunciar con miras a proteger las instituciones es un acto de valentía republicana.

Lo que se está poniendo sobre la mesa con la carta de Javier Jiménez Espriú es la necesidad y la oportunidad de debatir si debemos cambiar por completo el orden constitucional con miras a favorecer un orden militar. Esta es una decisión de Estado del más alto rango. No es un programa de gobierno que se acabe en seis años. Es un cambio de ADN para el país con difícil vía de retorno.

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