No sé ustedes, pero una noche de tantas me quedé sin Internet y viví una de las peores madrugadas de abstinencia.

Estaba en las preliminares para escribir la columna semanal, preliminares que siempre tienen que ver con varios viajes por un café a la cocina y picarme la nariz por un buen rato, antes de que lleguen las musas o musarañas, según sea el caso.

Estaba yo angustiado por mis dos lectores cuando me topé con la terrible frase de: “por fallas (en el quién sabe dónde y quién sabe de qué) no se ha podido conectar a Internet”.

Todavía angustiado pregunté por teléfono y una grabación me contestó, sin que yo le preguntara antes: “Querido usuario, hemos detectado que no puede acceder  a las páginas y ya estamos trabajando en el problema, gracias por su comprensión”.

Por la grabación, supuse que no era el único que no tenía acceso a la red, que cientos, sino es que miles, estaban en la misma situación, es decir, a dos pasos del grito.

Pasaron cinco, 10, 15 minutos y nada; transcurrieron una hora, dos horas y nada; y como dijo Joaquín Sabina, “y nos dieron las diez” y nada. La angustia se empezaba a convertir en terror.

Ante el desastre de Internet, lo primero que pensé fue en llamar al celular personal de Carlos Slim y echarle a perder su cena con Sofía Loren, la diva de las caderas grandes que tuvo a bien festejar sus 80 años en México, invitada por el señor “telefonía que nunca falla”. Pero llegó la cordura al darme cuenta que no tenía el número de Slim.

Además, a esa hora de la madrugada, Sofía Loren, si ya estaba en México, seguro se había quitado la dentadura y los lentes y había quedado tan indefensa como una gorda oruga. Al señor Slim me lo imaginé sin faja, en calzones y en calcetines, y sin el ánimo de preocuparse en si el Internet se había caído en el pueblo de un columnista de pueblo.

Mi segunda reacción fue aplicar el método 100% mexicano de solución automática e reversible del “a ver, préndele; a ver, apágale; a ver, préndele otra vez…”.

Ese método se aplicaba en mi casa desde tiempos milenarios y era infalible. Se utilizaba para todos los casos de desastre: con el auto, la lavadora, el radio, la máquina de coser, la estufa; para todo.

El primer síntoma de abstinencia de Internet empieza con esa terrible frase: “por fallas (de quién sabe quién y quién sabe cómo), no se ha podido conectar”, y luego uno verifica que el vecino no se ya colgado de la red y eso haya afectado el proceso.

Empiezan a dar hormigueos en los brazos, no sabe uno qué hacer con las manos y se pica la nariz más tiempo de lo acostumbrado.

Conforme pasan los minutos, el afectado comienza a embargar un terrible sentimiento de soledad, sin importar que esté rodeado de los seis hijos que no se quieren ir a dormir.

La soledad post caída de la Red es particularmente masiva y es tan terrible como la soledad ordinaria: un sentimiento emocional que no tiene nada que ver con su situación física. En otras palabras, que el ser humano sin Internet puede llegar a experimentar la soledad absoluta, aunque esté en medio del Corregidora, en un partido de los Gallos Blancos y en el debut de “Dinho”.

El afectado también se empieza a sentir solito, y alejado de todo y de todos.

Piensa, obsesivamente en los correos que nunca le escriben y no va a poder ver, sin darse cuenta que se ha pasado gran parte de su vida como El Coronel de Gabriel García Márquez, quien no tiene quién le escriba.

El vacío post caída de la Red se empieza a detectar cuando se ha dado cuenta que ha convivido toda su vida con otros, en la misma casa y en el mismo espacio, y  llega un punto en el que se pueden ver a las caras y no saben qué decirse ni de qué platicar.

La vida sin Internet camina inexorablemente lenta y sin sentido alguno. Cuando eso sucede, es tiempo de apagar la computadora e irse a dormir y soñar que una vida sin Internet es como el nuevo infierno, y descubrir que ese también es un síntoma de abstinencia.

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