La vida es breve. Es decir, la vida productiva de los individuos, ese lapso que transcurre desde que dejamos la adolescencia hasta que entramos en la vejez, cuando cuerpo y mente sufren deterioro: las facultades merman.

En ese periodo de actividad fecunda, cuando las manos pueden crear lo que el cerebro planea, desde un platillo hasta una ópera, tenemos dentro una luz que ilumina las tinieblas, que convierte en día la noche más oscura: la inspiración.

A esta fuerza y a su hermana, la imaginación, Teresa de Ávila, esa gran escritora de la mejor poesía del Siglo de Oro, las llamaba “La loca de la casa”. La casa era en su concepto el edificio interior, construido con ideas que se vuelven ladrillos y procesos de pensamiento que las contienen como si fueran una estructura de acero. La inspiración es una criatura que corre, vuela, canta y grita en el cerebro. Un destello de oro, una serie de imágenes que se persiguen hasta formar un sueño.

La inspiración es una chispa, un estallido que detona una serie de palabras o imágenes en forma repentina. En ese momento tenemos la fuerza vital suficiente para solucionar un problema o cambiar de vida: iniciar una mudanza, dar un giro a un negocio, hacer un viaje. Actos tan cotidianos como cambiar la decoración de una casa requieren de inspiración.

La palabra “inspiración” viene del latín inspiratio y del verbo inspirare; significa “soplar en” o “respirar”. En la época clásica del Imperio Romano “inspirare” recibió la connotación “respirar profundamente”. Hay escritores que al crear sienten que alguien les dicta las palabras. Otros se colocan en un estado de hipnosis auto-inducida para concentrar su mente en la idea que desean exponer y escuchar el diálogo de personajes cuya voz se reproduce en la zona auditiva del cerebro de quien escribe.

Mozart, Beethoven, Leonardo da Vinci o Stanley Kubrick vivieron momentos semejantes: una fuerza interior les llevó a pasar las noches en vela y no descansar hasta resolver una sinfonía, una pintura o una película.

Manuel Reina, (1856-1905) fue un político, periodista y poeta español precursor del modernismo. En uno de sus poemas declara: “Soy poeta: yo siento en mi cerebro / hervir la inspiración, vibrar la idea; / siento irradiar en mi exaltada mente / imágenes brillantes como estrellas. // El fuego abrasador de los volcanes / en mi gigante corazón flamea; / escalo el cielo, bajo a los abismos, / rujo en el mar, cabalgo en la tormenta”.

Reina explica lo que muchos sienten.

Nicanor Parra, poeta chileno, fue hermano de Violeta, la compositora que daba gracias a la vida. También fue matemático y físico. Con sus canciones y versos ejerció un liderazgo excepcional en la literatura de nuestro continente. Vivió más de un siglo: nació en 1914 y murió en 2018. En su poema dedicado a la inspiración, que a ratos escapa a nuestro control, que se vuelve agua que se filtra entre los dedos, Parra declara: “Yo no digo que ponga fin a nada / no me hago ilusiones al respecto / yo quería seguir poetizando / pero se terminó la inspiración. // La poesía se ha portado bien / yo me he portado horriblemente mal. / Qué gano con decir / yo me he portado bien / la poesía se ha portado mal / cuando saben que yo soy el culpable.

Julio Flórez, escritor colombiano del siglo XIX, escribió sobre la falta de inspiración en poetas laureados, que prueban las mieles de la fama cuando ya no pueden escribir como antes: “Todo nos llega tarde... ¡Hasta la muerte! Nunca se satisface ni alcanza la dulce posesión de una esperanza cuando el deseo acósanos más fuerte. / Todo puede llegar: pero se advierte que todo llega tarde: la bonanza, después de la tragedia: la alabanza cuando ya está la inspiración inerte”.

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