La pediatra francesa Françoise Dolto, fundadora de la Escuela Freudiana de París junto con Jacques Lacan, decía con firmeza: “Lo que se calla en la primera generación, la segunda lo lleva en el cuerpo”. Muchos autores cuya formación se nutre del psicoanálisis de Freud afirman que la infancia define nuestra vida en el sentido de que las emociones, ideas y vivencias de la niñez crean un ciclo que tratamos de repetir a lo largo de los años. La forma en que educamos a nuestros hijos se deriva de la manera en que fuimos educados. Si nuestros padres utilizaron la violencia como parte de la formación, en algún momento habremos de recurrir a los golpes para dejar en la memoria de los hijos un aprendizaje, una lección.

A estas teorías se contraponen otras corrientes de la psicología que abren posibilidades para evitar la repetición del daño: ningún ser humano está condenado a ser violento si no lo desea. La pobreza, la ignorancia, la falta de oportunidades o la enfermedad no están escritas en nuestro camino si nosotros hacemos lo posible por evitarlas.

El psicoanalista Santiago Ramírez escribió un libro fundamental sobre este tema: Infancia es destino, derivado de uno de los conceptos reiterados por el autor: el troquel temprano imprime su sello a los modelos de comportamiento tardío, es decir, la infancia es el destino del hombre; y la conducta en forma reiterada, estereotipada y constante, se repite. Solía decir que la neurosis es como el Bolero de Ravel.

Jorge Cuesta, autor mexicano vinculado al grupo Los Contemporáneos, escribió el poema “Paraíso perdido”, del cual comparto algunos versos: “Pues, mirando que más tuvo que quiso, / si al sueño sus imágenes suspendo, / de la niñez, como de un arte, aprendo / que sencillez le basta al paraíso. / El sabor embriagado y misterioso, / claro al oído (el mundo silencioso / y encantados los ruidos de la vida)”.

Usted, ¿aprende de su propia niñez como si fuera un arte? Todos tenemos recuerdos claros, detalles nítidos grabados en la memoria como si se tratara de una película a color, con sabores definidos, aromas y sonidos que nos llevan en segundos a los niños que fuimos: seres con la vida por delante, una familia que en el mejor de los casos formó una red de protección que nos salvó del infortunio y en el peor escenario fue la representación de una obra de teatro donde fuimos la víctima de malos tratos, que sufre las consecuencias de terribles decisiones tomadas por los adultos. Comparto con usted una estrategia que me pone a salvo del daño que me podría causar una persona cuyos comentarios o actos están impregnados de veneno: lo considero un personaje magnífico para una novela que algún día escribiré y me detengo en el análisis de su infancia, sintiendo lástima por el niño maltratado que fue.

“El fondo de las cosas” es un poema del escritor argentino Roberto Juarroz: “El fondo de las cosas no es la vida o la muerte. / Me lo prueban / el aire que se descalza en los pájaros, / un tejado de ausencias que acomoda el silencio / y esta mirada mía que se da vuelta en el fondo, / como todas las cosas que se dan vuelta cuando acaban. / Y también me lo prueba / mi niñez que era pan / anterior a la harina, / mi niñez que sabía / que hay humos que descienden, / voces con las que nadie habla, / papeles donde el hombre está inmóvil”.

Para cerrar con broche de oro, le regalo estas estrofas de Abraham Valdelomar, peruano: “Los restos de mi dulce niñez busco en la oscura / soledad de las salas, en el viejo granero, / y sólo encuentro la honda tristeza del pasado. // El corazón me lleva por el viejo granero / y encuentro en los despojos, viejo, decapitado / el caballo de pino del que fui caballero”.

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