El viajero que cuenta los minutos que faltan para la salida de su tren, la madre que percibe a su hijo en el vientre y siente su necesidad de atravesar el canal, el niño que hace acopio de voluntad para obedecer a sus mayores y lograr que los magos llenen sus zapatos, el padre que vacía los bolsillos de su pantalón y cuenta los billetes, anota el número en un papel y los vuelve a contar, para comprobar que no llega al fin de mes. Paciencia es una palabra que brota de labios de ministros, profesores y monjas. Asumirla en la realidad es casi imposible.

La naturaleza humana es una madeja de colores. Hay sogas que nos atan de manos cuando esperamos con ansia la hora de iniciar un trabajo o de presentar un examen. Son sogas invisibles, pero tendrían el color de la noche más oscura si pudiéramos verlas. Están tejidas con recuerdos que aprietan el pecho en momentos cruciales, y no nos conceden siquiera el alivio del llanto.

Por otra parte, hay hilos de colores vivos que nos jalan hacia adelante y están presentes en cada amanecer que nos devuelve la alegría del cuerpo adolescente, así sea por instantes. Son bordados de seda sobre tela de algodón en el vestido de una niña, son flores nacidas del punto de cruz de las abuelas, quienes nos acunaron en sus brazos y nos dieron ese amor infinito, con sabor a vainilla y canela, que no volvimos a probar jamás.

Algunos días tienen el color verde de las hojas de un roble. Es posible que sus hilos sean ramas secas y livianas, propicias para la construcción de nidos. En ellos, las aves del pensamiento entibiarán proyectos futuros que nacen de huevos diminutos y requieren de toda nuestra paciencia.

La última impaciencia es la de quienes han terminado ya su función en este mundo. Alcanzadas sus metas, no les quedan propósitos por cumplir. “Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero”, dicen los versos místicos que algunos estudiosos atribuyen a Santa Teresa de Ávila y otros a San Juan de la Cruz.

Jaime Torres Bodet, el poeta mexicano que fue secretario general de la UNESCO (1948-1952) sintetiza el dolor de quienes han perdido a sus seres amados:

“Del árbol que cubrió tu sepultura / quisiera ser raíz, para que fuera / abrazándote a cada primavera / con una vuelta más, lenta y segura. // Pero en la soledad que nos circunda / ella te enlaza, te defiende, te ama, / mientras que yo tan solo te recuerdo. // Y, al comparar su terquedad fecunda / con la impaciencia en que mi amor te llama, / siento por vez primera que te pierdo”.

Claudio Rodríguez, poeta español nacido en Zamora en 1934, escribió con la inspiración del naturalismo. Hace que el mar tenga ideas y emprenda acciones, lo mismo que la montaña, la brisa y la lluvia. Dice: “Dejad que el viento me traspase el cuerpo / y lo ilumine. Viento sur, salino y soleado / y muy recién lavado / de intimidad y redención, / y de impaciencia. // Entra, entra en mi lumbre, / ábreme ese camino / nunca sabido: el de la claridad”.

Octavio Paz escribió tanto, y de temas tan diversos, que su poesía nos ayuda, como un tratado de filosofía, a comprender lo que nos aqueja. En su soneto “Crepúsculos de la ciudad VI” habla de la inquietud y el desasosiego: “Las horas, su intangible pesadumbre, / su peso que no pesa, su vacío, / abigarrado horror, la sed que expío / frente al espejo y su glacial vislumbre, // mi ser, que multiplica en muchedumbre / y luego niega en un reflejo impío, / todo se arrastra, inexorable río, / hacia la nada, sola certidumbre. // Hacia mí mismo voy; hacia las mudas, / solitarias fronteras sin salida: / duras aguas, opacas y desnudas, // horadan lentamente mi conciencia / y van abriendo en mí secreta herida, / que mana solo, estéril, impaciencia”.

Qué más quisiera yo que ofrecer a usted una receta secreta para combatir la impaciencia, recuperando a la vez la dicha de otros tiempos. No la tengo. No hay magia en este proceso. Tengo tan solo la poesía que ilumina el camino.

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