Pablo Neruda, en un poema en prosa dedicado a la palabra, habla sobre los conquistadores españoles que recorrían América: “...buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo... Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas...”.

La vida me ha enseñado que algo que se adhiere con fuerza al alma humana, aunque a ratos parece un quiste, que revive en cuanto tiene las condiciones adecuadas, es el centenario rencor de los pueblos. Millones de hispanoamericanos, en cuanto aprenden sobre la Conquista, sienten indignación por los actos de injusticia —un sentimiento natural— y vuelcan su rabia contra los habitantes contemporáneos de la nación que cometió los atropellos —un sentimiento sin lógica alguna— como si los españoles actuales fueran culpables de lo que hicieron nuestros ancestros.

Aquellos conquistadores españoles fueron nuestros antepasados. Aquí en América se quedaron, se reprodujeron y murieron. Somos polvo de aquellos lodos.
En mis clases de Historia de secundaria, las monjas hablaban de las culturas prehispánicas con la actitud arrogante de quien se siente superior, tachando de idólatras a los indígenas, por adorar ídolos.

Esa palabra, ídolos, se pronunciaba con repugnancia. A eso reducían la cosmovisión de las culturas originarias.

Por tanto, en 20 minutos se concluía el tema de las civilizaciones prehispánicas y pasábamos al Virreinato: tres siglos en los que no ocurría mucho. La visión de quienes definían a nivel nacional los programas de estudios se concentraban en lo ocurrido a partir de la lucha de Independencia. Como si la fundación de ciudades y la creación de las artes, instituciones, economía y ciencia de todos esos años no tuvieran mayor importancia. En el fondo seguía palpitando el resentimiento por la conquista.

Los ídolos de hoy en día, esas personas con imágenes de culto adorados por las masas, son por ejemplo 22 jóvenes millonarios corriendo en una cancha de césped tras una pelota para introducirla en la portería del enemigo. Los televidentes suspenden el aliento, apostando fuertes sumas a un marcador posible.

Uno de los partidos de eliminatorias para el Mundial México 70, entre El Salvador y Honduras (equipo anfitrión), inició para los visitantes con una guerra de nervios: toda la noche anterior, los salvadoreños sufrieron gritos, insultos, matracas y cohetes en la sede que los acogió, para no dejarlos dormir. Los hondureños ganaron 1-0. Una chica salvadoreña, Amelia Bolaños, al terminar el juego se dio un disparo al corazón frente a la televisión. “Una joven que no pudo soportar la humillación a la que fue sometida su patria”, decía el periódico El Nacional, de El Salvador.

Este incidente provocó muchos otros, incluyendo una invasión y un bombardeo aéreo de El Salvador a Honduras, que el polaco Ryszard Kapuscinski bautizó como “La guerra del futbol”.

¿Qué lleva a un pueblo pensante a convertir a un atleta en un ser extraordinario, a partir de su imaginación? Las masas, como ebrios de cantina, vuelven políticos a los futbolistas y los eligen para gobernar una ciudad o un estado. Sin conocimientos. Sin experiencia. Sin capacidad.

Lo mismo ocurre con actores de telenovelas o con seres que encarnan la fuerza, la belleza o el liderazgo. Su carisma los convierte en ídolos. Sus fotos se reproducen en revistas, su voz se escucha en los medios electrónicos, sus opiniones tienen eco, aun cuando demuestren profunda ignorancia sobre el tema. Si el ídolo grita, los seguidores gritarán también. Si el ídolo demuestra odio, sus adoradores odiarán. Si el ídolo exige construir un muro divisorio entre países, su terquedad puede paralizar las instituciones del gobierno federal de la nación más poderosa del mundo.

Por su parte, Leopoldo Marechal, poeta argentino, rescata la clara verdad contenida en un ídolo de barro: “¡Ídolo de los alfareros! / Yo sé que redondeas el cántaro de la mañana / y lo pintas de sol / y lo llenas con una luz rota de pájaros. / Ídolo de los alfareros / que se sientan sobre el tapiz de los días... / He quemado a tu pie / la madera fragante de mi palabra. / El viento no deshojó todavía / un tulipán de música más bonito que tu nombre”.

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