El robo de combustible es un terrible flagelo. Por donde se le mire: debilita las finanzas públicas, alimenta la corrupción, produce violencia, genera riesgos ambientales, amenaza la salud de la población, degrada la vida comunitaria.

Es por tanto una magnífica noticia que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador haya decidido combatir frontalmente ese delito. Nadie con un gramo de patriotismo y responsabilidad social podría criticar esa determinación.

Pero una cosa es el objetivo y otra los instrumentos. Una de las medidas centrales en la campaña del gobierno contra el huachicol ha sido el cierre temporal de ductos y la reducción de la producción en algunas refinerías. Esto ha provocado un fenómeno de desabasto que inició en el centro y occidente del país, pero que se ha ido extendiendo a otras regiones a lo largo de los días.

No pretendo entrar a una discusión técnica sobre la distribución de combustibles o la organización industrial del mercado de petrolíferos en México (para ello, les recomiendo que sigan a Gonzalo Monroy en Twitter: @GMonroyEnergy). Pero este asunto abre la puerta a una discusión más amplia sobre los límites del combate al delito.

Prevenir, perseguir y sancionar delitos no es una tarea gratuita. Se requiere personal, equipo e instalaciones. Todo eso cuesta. Eso no importa mientras el costo de la prevención, la persecución y el castigo sea menor que el costo del delito. Pero llega un punto en el que las curvas se cruzan: atender un delito adicional tiene un costo mayor que el daño que genera el delito en cuestión. En ese punto, es racional detener el esfuerzo.

Pero es probable que el esfuerzo deba parar mucho antes de ese punto. Meter más controles y más vigilancia puede, a partir de cierto nivel, atentar en contra de la salud de la economía. Esas acciones no se deberían tomar, aún si se siguen justificando en términos estrictamente presupuestales.

Las consideraciones no son sólo económicas: cuentan también las libertades individuales y la estabilidad social. El combate al delito debería detenerse en el punto en que la sociedad deje de considerarlo una intrusión legítima del Estado en la vida de las personas. Por supuesto, ese punto no es una constante universal: cambia en el tiempo y en el espacio. Hay sociedades que están más dispuestas a tolerar un Estado más activo que otras. Hay gobiernos más legítimos que otros. Pero, en todo momento y en todas partes, hay rayas que no se cruzan.

Esa lógica implacable obliga a fijar prioridades: poner el acento en aquellos delitos que, por decirlo de un modo un tanto frío, ofrezcan la mejor relación costo-beneficio en términos sociales (el homicidio, por ejemplo), así signifique eso tolerar otros de manera temporal o permanente.

Pero también obliga a pensar seriamente en los instrumentos que se eligen para prevenir, perseguir y sancionar delitos. Algunas medidas pueden ser tremendamente eficaces en el combate a crímenes específicos, pero resultar tan costosas y disruptivas en términos económicos, políticos y sociales que es mejor archivarlas. O usarlas con sumo cuidado, gradualismo y atención a los detalles.

Eso me regresa al tema del huachicol. Es magnífica decisión combatir el robo de combustible, pero no a cualquier costo, no poniendo a regiones enteras del país al borde de la parálisis, no generando una psicosis colectiva que amenaza la marcha de la economía y la estabilidad social.

Señores y señoras del gobierno, aplaudimos el esfuerzo, pero revisen su estrategia, ajusten sus métodos, calibren los costos. Por favor.

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