Si algo sobra en medios de comunicación, cuando llega el 25 de noviembre, son las cifras de las violencias contra las mujeres. Cada año, en la mejor tradición periodística, nos hacen las mismas preguntas y nosotras respondemos obedientes cuántas mujeres han vivido violencia, qué estados están peor que el nuestro y cómo hacer para erradicarla.

Se hacen foros idénticos a los de años anteriores y todas las autoridades responsables convocan a "sesiones de trabajo" de sistemas, comisiones y consejos que no resuelven nada y sólo sirven para tomar fotos conmemorativas. En los recintos de altos techos coloniales, alguien que porta un moño naranja en la solapa, que para él no significa nada, emite el tradicional discurso sobre la "cero tolerancia a la violencia contra las mujeres". Y así, con pompa y ceremonia, convirtiendo sus vidas y muertes en tablas, porcentajes y gráficas de barras, el país se olvida de las historias de las mujeres y niñas.

Por eso hoy no hablaré de cifras. Porque alguien más lo hará.

Hoy hablaré del dolor que las mujeres viven en el infierno de cuatro paredes que son sus casas. De la soledad y la desesperación que sienten de ser señaladas por autoridades, iglesias y familiares como responsables de las agresiones que marcan sus almas y sus cuerpos.

Hablaré de la indiferencia de comunidades enteras que ven con naturalidad que un hombre lastime a su pareja hasta matarla, que guardan silencio ante los gritos que desgarran la noche y que siguen sus vidas después de convertir el dolor y la vergüenza ajenas en un entretenimiento.

Hablaré de las jóvenes que tienen miedo de salir a la calle, de subir a un taxi o de ir a la escuela porque saben que alguien intentará tocarlas, porque no saben si llegarán con bien o porque un profesor, su jefe o un compañero las acosará, una vez más, en un rincón.

Hablaré de las madres que buscan a sus hijas en basureros y barrancas. Hablaré de las que lloran todas las noches porque hoy tienen que educar a las niñas y niños de las asesinadas. Hablaré de las que tuvieron que huir y dejarlo todo o de las que viven en un refugio porque sus vidas corren peligro.

Hablaré de las que parieron mientras alguien las insultaba, de las niñas que son madres, de las que no tienen que comer, de las que ocupan cargos públicos que no pueden ejercer y de las esclavas sexuales que viven sus días amarradas a la pata de una cama.

Hablaré de las funcionarias que nadan contra corriente y de las que ponen gran parte de sus míseros sueldos para atender a otras mujeres, conscientes de que ellas son víctimas de violencia laboral e institucional. Hablaré de los cadáveres abandonados en drenajes, de las asesinadas en sus casas, de las que salieron y no regresaron, de las que no lograron escapar.

Las cifras son cruelmente frías, por eso lo que se describe con números nos permite olvidar la responsabilidad colectiva detrás de todas y cada una de las millones de historias de violencia que viven las mujeres.

Titular de Aliadas Incidencia 
Estratégica e integrante de la 
Red Nacional de Alertistas. 
Twitter: @mcruzocampo 
FB: maricruz.ocampo

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