Cuenta mi amigo Leonardo Nierman que en su juventud las películas en blanco y negro eran muy simbólicas: aparece una pareja a cuadro que camina por las calles de una gran ciudad. Cae la noche. Él lleva un sombrero borsalino, ella una bolsa de piel. Las luces de los postes en la acera dibujan sus siluetas y proyectan sombras contra las paredes. Un primer plano de la cámara revela que las manos masculinas exploran el hombro de ella, la cabeza de él se acerca al oído de ella, le dice algo que no escuchamos. La música sube de volumen.

La escena siguiente nos muestra a los personajes entrando por una puerta. La cámara sube desde el suelo de cemento y recorre hacia arriba el anuncio luminoso de letras mayúsculas: H O T E L. Lo que continúa es una elipsis: la lente penetra en la habitación y nos muestra una silla con las ropas de ambos, en desorden, como si las hubieran arrojado con fuerza. El sombrero está en el suelo, junto a los zapatos de ambos, revueltos: uno de ella, de tacón alto, descansa bajo uno masculino, negro y brillante.

En los hoteles se desarrollan historias de la vida real. Joaquín Sabina cuenta la suya en una canción estupenda, “Y sin embargo”. A mitad de la letra dice: “No debería contarlo y sin embargo, / cuando pido la llave de un hotel / y a media noche encargo / un buen champán francés / y  cena con velitas para dos / siempre es con otra, amor, nunca contigo / bien sabes lo que digo”. Historias que se escriben entre dos que no deberían estar juntos en esa habitación que se paga por un día y se usa solo unas horas.

Desde la ventana de un hotel de playa se mira el horizonte que gozaron las miradas de grandes artistas, empresarios con visión de futuro, familias de tíos traicioneros que aparecen sonrientes en fotografías a color en papel couché, como si tuvieran la clave de la felicidad en el bolsillo. Hay establecimientos legendarios como el hotel Le Negresco, en Niza, que fue comprado en 1957 por Jeanne Augier, una dama especializada en relaciones públicas que recibía en la puerta a sus huéspedes: Salvador Dalí, Grace Kelly, actriz convertida en princesa de Mónaco, The Beatles, Louis Armstrong, Elton John. De aquella pléyade quedan pocas estrellas vivas.

Al registrarse en la recepción, uno se prepara para vivir una experiencia fascinante. Aunque, como dice una canción que es testimonio de vida, cantada por Nacha Guevara: “Con proletarios y con magnates viví / y estoy aquí. / Con uñas y dientes claro que me defendí / y estoy aquí. / Tristes pensiones o el Waldorf-Astoria, / ahora ya sé que no existe la gloria”.

Me encantan los grandes hoteles. Hace años, cuando mi marido nos invitó a pasar unos días en Nueva York, escogió The Plaza como regalo para nuestra hija, que sabía del lugar por películas y libros. El espacio vibra, emociona a cualquiera. Las habitaciones tienen muebles y decoración parecidos a muchos otros, pero éste posee una pátina hecha del tiempo, el buen gusto, los perfumes que se quedaron flotando en el aire, las conversaciones que permitieron firmar un contrato de trabajo, los grandes amores.

En la película Perfume de mujer, los protagonistas se hospedan en el Waldorf, cenan en el restaurante Oak Room del Plaza, y más tarde toman una copa en el Pierre. En el ambiente suena el tango “Por una cabeza”. Frank Slade, personaje encarnado en Al Pacino, es un teniente coronel retirado, un hombre ciego y lleno de amargura, que lleva en la mente planes perversos. En una mesa contigua está una chica sola, llamada Donna, esperando a su novio. La actriz se llama Gabrielle Anwar. El teniente Slade ha desarrollado una extraordinaria capacidad para la oratoria.

Invita a la bella muchacha (a la que no puede ver, solo aspirar su perfume) a que baile con él. La convence diciendo que en el tango no hay errores posibles, que todo movimiento erróneo se puede solucionar con otro movimiento. Ella acepta y su danza crea uno de los mejores momentos del cine. El tango es la vida.

Ramón López Velarde, el muchacho de provincia que supo hace un siglo describir la vida en la capital mexicana, escribió “Noches de hotel”, un poema que dice: “Se distraen las penas en los cuartos de hoteles / con el heterogéneo concurso divertido / de yanquis, sacerdotes, quincalleros infieles, / niñas recién casadas y mozas del partido. // Media luz... Copia al huésped la desconchada luna / en su azogue sin brillo; y flota en calendarios, / en cortinas polvosas y catres mercenarios / la nómada tristeza de viajes sin fortuna”.

Que haya fortuna en sus viajes, querido lector. Diría Sabina: “Que cada noche sea noche de bodas, que todas las lunas sean lunas de miel”.

Google News