Un grupo de montañistas salió el viernes pasado, a las tres de la tarde, de la ciudad de México. Viajaban a bordo de dos camionetas, un auto y una moto. Intentaban escalar el volcán Sierra Negra, ubicado en Puebla: un ascenso de 4,640 metros, que ellos creían lo más duro que tendrían que enfrentar. Se equivocaron.

La encargada del hotel en el que habían reservado les recomendó que hicieran lo posible por llegar a Atzintzintla con la luz del día. El volcán se encuentra dentro del “Triángulo Rojo” del huachicol: una zona por donde pasa  40%  del combustible que recibe la CDMX, y en la que los homicidios, los robos, los secuestros, se han disparado desde al menos 2013.

A las 18:25, la tripulante de una de las camionetas se comunicó con sus compañeros: un grupo armado les había cerrado el paso a unos kilómetros de la caseta de Esperanza. Los montañistas que viajaban en ese vehículo habían ingresado —siguiendo la ruta marcada por la aplicación Waze—  en un camino que corre paralelo a la autopista. Una ruta de sembradíos, a la que escoltan altos pinos.

En ese punto, de una camioneta que venía pegada a ellos, y que finalmente se les adelantó, bajaron cinco sujetos con armas largas. Los despojaron de la camioneta, las carteras, los celulares, las cámaras, el equipo de montaña: incluso a la mascota de uno de los excursionistas.


Una mujer que logró esconder el teléfono entre sus ropas avisó del asalto a los otros y les envió su ubicación. Los montañistas que iban en el auto fueron los primeros en dirigirse al sitio. Cuando llegaron, había oscurecido. Al internarse en el camino, un auto que venía en sentido contrario les cerró el paso. El conductor encendió una torreta de color amarillo, la dejó parpadear, y luego la apagó.

La puerta se abrió y bajó un hombre armado. La reacción del montañista que conducía el auto fue echarse en reversa para huir. Pero el hombre hizo dos disparos: los montañistas decidieron bajar con las manos levantadas (uno de ellos tuvo tiempo de meterse el celular en el zapato). Los hombres ordenaron que no les vieran las caras, los tendieron boca abajo en una zanja, y luego se llevaron todo: auto, teléfonos, cámaras, carteras, equipo de montaña.


Con el teléfono que habían rescatado, las víctimas le advirtieron al tercer conductor del grupo que no entrara en el camino. Quedaron de  verse en la autopista: con ayuda de algunos pobladores atraídos por los disparos (admitieron conocer a los delincuentes) los excursionistas caminaron de noche entre los sembradíos, hacia las luces de la carretera.

Ahí, una patrulla los llevó a las instalaciones de la Policía Federal, un edificio de tres pisos que tenía la particularidad de tener dos de ellos absolutamente desiertos. Ni muebles, ni personas, ni luces encendidas. En el tercer piso estaba un comandante, acompañado de dos agentes. El teléfono no dejaba de sonar.


Mientras relataban el caso, uno de los montañistas logró ubicar vía GPS el sitio en el que se hallaba su teléfono robado. Estaba a menos de un kilómetro. Pero el comandante se disculpó: tenía solo cuatro agentes; “por la austeridad”, dijo, las patrullas estaban prácticamente sin gasolina, y había en ese momento, además, dos accidentes graves en la zona. “Sé que es valiosa su información, pero no puedo hacer nada. No puedo mandar a dos agentes a buscar su auto, y menos si ese grupo criminal los va a recibir con armas largas”.

Más tarde, uno de los federales se ofreció a reunir un grupo que fuera a buscar los autos si los montañistas reunían “una cantidad”.

Se fueron a levantar el acta a Ciudad Serdán. Adentro, dos mujeres tomaban la declaración de gente a la que le habían robado autos y camiones. “Desde hace varias semanas —les dijeron— esto no para: cada día hay entre seis y diez denuncias por robo de vehículos”.

Les dijeron, también, que un auto con la torreta amarilla, propiedad de una empresa de seguros, había sido robado desde noviembre y había aparecido ya en otros asaltos.

¿El Sierra Negra? Juego de niños. 

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