Los pasos, apresurados, se escuchaban desde el clóset del pasillo del departamento en el que estábamos escondidos. Eran parte del ruido constante formado por gritos, llanto, pisadas y cortes de cartucho.

El edificio en el que vivía, el Ignacio Zaragoza, se encontraba alejado de la Plaza de las Tres Culturas. Distaba unos 700 metros, quizá más. Entre éste y la Plaza se encuentra la calle de Lerdo, un gran jardín que dividía la segunda de la tercera sección de Tlatelolco, luego el puente deprimido del actual Eje Central Lázaro Cárdenas. Salías de ese paso y entrabas a la Plaza. A la izquierda estaba la Vocacional 5; a la derecha, los vestigios arqueológicos; y enfrente, el edificio Chihuahua.

No obstante la distancia, desde la ventana del departamento familiar —el 207 de la entrada B— se observaba el ir y venir de muchachos, muchos estudiantes. Minutos después del paso masivo de los politécnicos y universitarios, arribaron los tanques militares. Recuerdo que llegué a contar hasta seis. Se quedaron estacionados sobre la calle de Lerdo. Años después supe que esas tanquetas formaron una especie de segundo cerco para evitar que la gente huyera.

Sin embargo, muchísimos lograron romperlo y llegar hasta el edificio en el que vivía. Subieron las escaleras e iban tocando a la puerta de los departamentos.

Mi hermano, estudiante de la preparatoria, no había llegado a casa, como tampoco mi padre. Esa condición formaba parte de la angustia generada a partir de que se desató la balacera.

Mi madre decidió guarecernos en el clóset porque los disparos se escuchaban muy cerca. Tan cerca que una bala entró por la ventana de la sala. Todos oímos el tronido del cristal pero nadie se atrevió a dejar nuestro estrecho refugio.

Demandas y respuesta

Ese suceso marcó la vida política y social de México; también marcó mi conciencia y, estoy convencido, la de varios niños, que como yo, vivimos este ataque en contra de los estudiantes sin saber, en ese momento, qué sucedía y por qué.

El conflicto, que comenzó por un pleito callejero entre estudiantes, se desarrolló y politizó a tal grado, que planteó un pliego petitorio de seis puntos, en el que se condensaron —a mi parecer— los elementos mínimos que requería el país para dar un paso más hacia la democracia.

1. Libertad de todos los presos políticos. Es decir, de los estudiantes y activistas detenidos por manifestarse.

2. Derogación del artículo 145 del Código Penal Federal, el cual regulaba los delitos de disolución social, que se entendían como la difusión de ideas que perturbaran el orden público o afectaran la soberanía nacional. Este artículo daba vida a la persecución de personas que pensaban diferente y que, por ese solo hecho, eran atacadas, detenidas y juzgadas.

3. Desaparición del cuerpo de granaderos, grupo policial que participó en actos de represión estudiantil previos al 2 de octubre.

4. Destitución de los jefes policiacos, Luis Cueto y Raúl Mendiolea, quienes fungían como jefe y el subjefe de la policía en la Ciudad de México, respectivamente.

5. Indemnización a las víctimas de los actos represivos, pues, antes de la masacre de Tlatelolco, ocurrieron varios enfrentamientos que dejaron estudiantes muertos.

6. Deslinde de responsabilidades de los funcionarios involucrados en actos de violencia contra los estudiantes y establecer un diálogo público entre autoridades y el Consejo Nacional de Huelga para negociar las peticiones.

En lugar del diálogo y la negociación pedida, el Estado mexicano decidió acabar con el movimiento, aprehendiendo a los líderes y disolviendo, a punta de pistola, una manifestación pacífica.

Lección

La consigna “¡2 de octubre no se olvida!” no significa un acto de fe, sino una referencia a estas demandas, a la lucha que se libró por su cumplimiento y, por supuesto, a la represión de la misma. No se olvida porque es un ejemplo del compromiso ciudadano por una patria mejor. No se olvida porque es uno de los antecedentes que sembró el camino por un México más democrático.

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