El pasado 14 de diciembre, la Cámara de Diputados aprobó por unanimidad el dictamen por el que se instituye la Medalla de honor “Gilberto Rincón Gallardo” a quienes promuevan la inclusión de las personas con discapacidad en la política, el desarrollo, la erradicación de la pobreza y el respeto irrestricto a sus derechos humanos. Este reconocimiento honra la memoria de mi padre, de quienes lo quisimos, de quienes trabajamos con él en un proyecto de combate de la discriminación que hoy ya se haya institucionalizado y presente en los debates nacionales, pero también de las personas con discapacidad a quien él tanto se preocupó por escuchar y hacer que sus voces resonarán en todos los niveles de gobierno y en foros internacionales.

Si bien es cierto que la lucha por los derechos de ellas y ellas no puede decirse que está ganada, también es verdad que ya están sentadas las bases institucionales para protegerles. Contamos con un marco legal, con presupuesto destinado a esta causa –aunque siempre insuficiente– y, sobre todo, con el norte normativo que significa la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad.

Pero no siempre fue así. Me parece que el reconocimiento que lleva el nombre de mi padre es un recordatorio acerca de lo mucho que nos ha costado proteger los derechos de las personas con discapacidad y lo mucho que todavía tenemos por delante para superar la brecha de desigualdad que ellas experimentan. Cuando Gilberto Rincón Gallardo propuso –allá en el ahora lejano año 2001– crear la Comisión Ciudadana de Estudios contra la Discriminación, que dio origen a la cláusula antidiscriminatoria del Artículo 1º constitucional, a la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación y al Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación, muy pocas y pocos pensaron que el proyecto tendría éxito. No obstante, casi quince años después, estas instancias constituyen ya logros de nuestra consolidación democrática.

Pero mi padre siempre quiso más. La experiencia de negociar y hacer alianzas para visibilizar a la discapacidad como una causa de justicia social más que como un asunto de minorías, en el año 2006, fue llevada por él a la arena internacional para promover el que hasta el momento sigue siendo el instrumento más acabado en la materia, es decir, la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad. En este documento se plasmaron las expectativas y las exigencias de ellas formuladas desde todos los lugares del planeta. Por eso es que la Convención tiene como lema “Nada de nosotros sin nosotros”.

Resumida así la trayectoria de la lucha a favor de los derechos de las personas con discapacidad, parece una ruta sencilla y tersa. Nunca lo fue. No fueron pocos los obstáculos que se tuvieron que superar, de todo tipo –falta de sensibilización en autoridades, carencia de asignaciones presupuestales, vacíos institucionales–, pero siempre se impuso la voz de las propias personas con discapacidad a través de un modelo de lucha social que siempre defendió Gilberto Rincón Gallardo: uno que es propositivo y crítico a la vez, que genera alianzas pero no cede frente a las presiones de los poderes fácticos, y que es capaz de articular las demandas de justicia en un lenguaje incluyente y políticamente responsable. Esta ruta se ha consolidado, pero nos toca a todas y todos cuidarla, consolidarla y fortalecerla, con esa misma humildad con que mi padre hizo política, es decir, incluyendo y renunciando a la imposición del punto de vista propio sobre el ajeno; pero también con la convicción de que no se puede vivir en un mundo sin justicia ni dignidad igualitariamente distribuida.

Por todas estas razones agradecemos a las y los legisladores el impulso del premio que lleva el nombre de mi padre, y que estoy segura contribuirá a hacernos conscientes de que ningún logro de justicia social es permanente si no trabajamos por profundizarlo y darle continuidad. Y esto es más que evidente en el caso de la discapacidad.

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