Hay un elemento inédito y sorprendente en las marchas de mujeres y organizaciones feministas que tuvieron lugar la semana pasada: el que un grupo significativo de mujeres —jóvenes en su mayoría— reivindique el derecho a romper puertas y ventanas como último recurso frente a la indiferencia.

Aunque sus acciones fueron interpretadas como violentas, no todas son equiparables: pintar bardas y monumentos históricos no es lo mismo que irrumpir en una estación de policía y quemar los botes de basura, como ocurrió el viernes 16. Ni se diga golpear a un periodista o a mujeres policías (al menos nueve). Esos actos deben investigarse, pues se sospecha que detrás está la acción de golpeadores como “los buitres” del PRD en Coyoacán.

Con todo, no deja de ser revelador que cuando la policía llegó a aplacar el fuego al interior de la estación de Florencia, en lugar de que las manifestantes se dispersaran —como suele suceder en esos casos— decidieron permanecer juntas y corear al unísono: “Fuimos todas, fuimos todas”. Tampoco hubo un deslinde en la reunión que posteriormente tuvieron con la jefa de gobierno.

Más que una condena, lo acontecido nos obliga a todos como sociedad —y especialmente a las autoridades— a escuchar los argumentos de las manifestantes. Especialmente los de una nueva generación de mujeres feministas que representan a las víctimas de una forma de violencia cotidiana y creciente en nuestro país. Romper ventanas —como en su momento lo hicieron las sufragistas para conquistar el derecho al voto— parece haber sido la única forma de romper el silencio.

Una de las manifestantes, Yndira Sandoval, dijo para esta columna: “La situación que vivimos es insostenible. No estamos seguras en ninguna parte. Los acosadores y violadores están en todos lados… incluso dentro de nuestras familias”. También Dana Corres señaló: “Hemos hecho todo: marchas pacíficas, campañas, litigios estratégicos y negociaciones con las autoridades, pero todo sigue igual”.

Las estrategias utilizadas por algunas manifestantes pueden ser cuestionables, pero es innegable que el daño al patrimonio público no se compara con el infierno que padecen cotidianamente millones de mujeres en México. Lo que en todo caso debiera avergonzarnos es que en el México de hoy sea necesario llegar a esos extremos para que pongamos atención al problema de la violencia de género.

La jefa de Gobierno erró en su primera reacción frente a los acontecimientos del lunes 12, al denunciar un acto de provocación y mostrar poca empatía con las víctimas. Probablemente, si desde entonces Sheinbaum hubiese hecho un llamado al diálogo la manifestación del viernes no hubiera ocurrido y la violencia no habría escalado. Por fortuna, recapacitó, luego de reunirse con un grupo de feministas que le hizo reparar en el equívoco.

Finalmente, el domingo 18 el Gobierno de la Ciudad organizó un diálogo con cerca de 40 manifestantes, donde la jefa de gobierno reconoció el error inicial y se comprometió a escuchar a las manifestantes en una serie de mesas. Rectificar en un error debiera ser más común entre nuestra clase política y es de celebrarse que la jefa de gobierno lo haya hecho.

Estamos frente a un cambio generacional. En países como Argentina, España, Inglaterra, y ahora México, han emergido nuevos movimientos feministas. Voces que no han sido atendidas. Según una fuente presente el domingo, durante la reunión se le pidió a la jefa de gobierno dejar de asesorarse de las mismas feministas de siempre, lo que generó un aplauso general.

“Esa generación de feministas” –explicó la fuente consultada— “fue muy importante para el movimiento. Sentó bases y transformó cosas, pero hoy ya no escuchan, han perdido contacto con la realidad de muchas mujeres y hace años que ni siquiera se suben a un transporte público”.

Quizás lo que vimos la semana pasada fue precisamente la irrupción de un nuevo feminismo en la vida pública. Un feminismo necesario que —por lo visto— llegó para quedarse.

@HernanGomezB

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