Uno de los logros más acendrados en la evolución de las especies vegetales son los frutos. Ese órgano que sirve como vehículo a las semillas, para que éstas se esparzan y el ciclo de la vida no se interrumpa.

La principal misión de todo ser vivo es reproducirse y perpetuarse, enfrentando todas las adversidades que la naturaleza le ponga enfrente.

Es espectacular la variedad que han llegado a tener los frutos en nuestro planeta. Todos tienen el mismo objetivo, pero se han diversificado en miles de formas, tamaños, texturas y sabores: desde la llamarada refulgente de la mandarina, hasta el discreto luto del aguacate; desde la dureza de las nueces, hasta la piel delgada y delicada de las uvas; desde el picor corrosivo de un chile hasta la dulzura embriagadora del durazno.

Así como las flores compiten con sus colores y sus aromas para atraer a los insectos y a otros polinizadores, usándolos como transporte para enviar su polen a otras plantas de su especie, los frutos compiten por la atención de los animales, para que tras comerlos lleven sus semillas lejos y surjan de ahí nuevas plantas.

Los frutos nos han acompañado desde siempre, empezando por el mítico fruto prohibido del árbol de la ciencia del bien y del mal, por el que perdimos el Paraíso. Pero es también un fruto el que lo pone de nuevo a nuestro alcance. El “fruto de la vid y del trabajo del hombre”.

Hay cientos de referencias a los frutos en los textos sagrados. Son algo con lo que todos tenemos, desde nuestra infancia, una estrecha relación. Revisten tal importancia, que designamos como frutos a nuestros logros y a nuestras creaciones. Las plantas compiten con lo atractivo de los colores y aromas de sus frutos. Nosotros, en otra rama de la escala evolutiva, competimos unos con otros con los frutos de nuestro trabajo, con los frutos de nuestro ingenio.

Y naturalmente, como seres vivos, los humanos buscamos también perpetuar nuestros genes, produciendo frutos que se transformen en brotes de olivo alrededor de nuestra mesa.

De entre todos los frutos, en nuestro idioma llamamos “fruta” a los que son comestibles, a los que han seducido a nuestra especie a lo largo de los siglos.

Ya el hecho de haber cambiado la palabra de masculino a femenino insinúa una cierta relación entre el placer sensorial de comer una fruta y el placer de la atracción entre hombres y mujeres.

Comparar el cuerpo femenino con las frutas es una tentación de la que pocos poetas escapan. Porque las frutas tienen la maravillosa virtud de inundar de sensaciones simultáneamente varios de nuestros sentidos.
Así lo siente Jorge Carrera Andrade, poeta ecuatoriano: Tu boca, fruta abierta / al besar brinda / perlas en un pocillo / de miel y guindas. / Mujer: antología / de frutas y de nidos, / leída y releída / con mis cinco sentidos.
Y en su Oda a la naranja, el poeta mexicano Eugenio Valle Molina escribe: Me gusta deslizar mis dedos / por tu redonda geografía, / me recuerda los pechos tiernos / o maduros de tantas mujeres / que estuvieron conmigo / al pie de los naranjos.

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