Al tercer día de la Creación dijo Dios: “«Produzca la tierra hortalizas, plantas que den semilla, y árboles frutales que por toda la tierra den fruto con su semilla dentro, cada uno según su especie.» Y así fue.”  Génesis 1, 11.

Una vez que Adán llegó al Paraíso, recibió claras instrucciones: “Y Yahvé Dios le dio al hombre un mandamiento; le dijo: «Puedes comer todo lo que quieras de los árboles del jardín. Pero no comerás del árbol de la Ciencia del bien y del mal. El día que comas de él, ten la seguridad de que morirás»”. Génesis 2, 16-17.

No es mi intención repetir la historia bíblica, ni soy especialista. Pero desde que tengo memoria me he preguntado por qué el genuino deseo de Eva, el aprendizaje, arrojó a los humanos del Edén. Dicen las escrituras: “A la mujer le gustó ese árbol que atraía la vista y que era tan excelente para alcanzar el conocimiento. Tomó de su fruto y se lo comió y le dio a su marido que andaba con ella, quien también lo comió”. Génesis 3, 6.

Miles de autores han dedicado sus mejores horas a esta cuestión. John Milton (Londres, 1608-1674) nos dejó “El Paraíso perdido”, poema épico, el más trascendente de la lengua inglesa. Eduardo Moga afirma que sus 10,565 versos: “constituyen un coloso verbal, un alambicado monumento en el que confluyen múltiples influencias: la Biblia, la patrística, los textos hebreos, la mitología y la poesía grecolatina —Homero, Ovidio, Lucano y  sobre todo, Virgilio—, el teatro europeo seiscentista, la épica italiana —el Orlando furioso de Ariosto o la  Jerusalén liberada de Tasso— y autores ingleses del quinientos como Ben Johnson o Edmund Spenser”.

En el libro VIII de la obra de Milton, Adán le pregunta al arcángel Rafael por la licitud de sus amores carnales con Eva. Rafael contesta: “Y en ausencia del amor no existe dicha. / Lo que tú de puro en el cuerpo gozas/ (Y creado puro fuiste) lo gozamos los espíritus / en eminencia, sin obstáculo ninguno / de membrana, miembro o hueso, excluyentes trabas”.

Quizá el aprendizaje sea fuente de angustia y dolor para algunos. Un profesor de filosofía me explicaba que el conocimiento era un círculo dentro de la mente. El interior del círculo es lo que sabemos. El perímetro es el límite. El círculo crece en cada lectura, en cada reflexión y experiencia. Aunque hay gozo en el proceso de aprendizaje, a mayor información sobre el mundo que nos rodea, sabemos que es más lo que no sabemos porque la circunferencia limítrofe crece también. Percibimos nuestras fallas. Nos damos cuenta de nuestra ignorancia y esa percepción nos hace sufrir, porque deseamos comprender más.

La literatura ha dado personajes entrañables que buscan el conocimiento y al hacerlo sufren, por no tener dominio sobre esa información. Hermione Jean Granger, miembro de la casa Gryffindor en Hogwarts, y Harry Potter, su mejor amigo, viven en eterna búsqueda de lo arcano y a ratos padecen por su causa.

Michi Strausfeld, autora de libros infantiles, fue condecorada en España con la Orden de Alfonso X El Sabio por su labor promotora de la lectura. Dice: “La gente culta es difícil de manejar porque piensa, no está de acuerdo, y eso es peligroso para cualquier dictadura. Por eso en todos los países de regímenes dictatoriales la lectura es tan deficitaria… En una época globalizada como ésta lo que tenemos que globalizar son las cabezas de los niños desde pequeños, ¡y globalizar los corazones! ¡Que sientan empatía con lo que se les cuenta de África, de América Latina, del mundo! El libro es ideal para familiarizarse con el pasado. Las bibliotecas son imprescindibles para el bienestar de la democracia”.

La empatía es también una forma de vivir el mal que aqueja a otros. Para que nada nos duela, es preciso quedarse en casa, sin indagar sobre los males del mundo.

Dice el poema “Las moscas”, de Antonio Machado: “Moscas de todas las horas / de infancia y adolescencia / de mi juventud dorada; / de esta segunda inocencia / que da el no creer en nada / en nada”.

Al dejar de creer, recuperamos la inocencia. Interesante propuesta de Machado.

Es curioso que en el Génesis se hable del fruto, no de la fruta. Los exégetas y traductores, personas sabias, eligieron la palabra fruto, que significa resultado, cosecha, final de un proceso. Su connotación es positiva.

El fruto del conocimiento, con todas las vicisitudes y dolores que pudiera traer consigo, es a final de cuentas algo bueno para la vida.

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