El título de esta columna viene del poema “El forastero” de Jorge Luis Borges, un escritor que ha profundizado en temas como la identidad, la otredad y los cambios vividos por el individuo, ya sea de manera consciente o cuando se deja llevar por la corriente del río que lo arrastra. La primera estrofa dice: “Despachadas las cartas y el telegrama, / camina por las calles indefinidas / y advierte leves diferencias que no le importan / y piensa en Aberdeen o en Leyden, / más vívidas para él que este laberinto / de líneas rectas, no de complejidad, / donde lo lleva el tiempo de un hombre / cuya verdadera vida está lejos”.


Hay quienes van por la vida dando pasos firmes en un sendero iluminado y seguro. Sin embargo, al llegar al final del primer tramo se dan cuenta de que están atrapados en una situación de la que quieren escapar. Aunque lograran dar pasos atrás, no lograrían recuperar el tiempo. No tendrán jamás la energía que ya gastaron, las oportunidades perdidas, los momentos vividos.


El mismo hombre del poeta argentino, en el último día por la ciudad que no le pertenece, vive un estremecimiento mientras se prepara para irse. Ésta es la segunda estrofa: “En una habitación numerada / se afeitará después ante un espejo / que no volverá a reflejarlo / y le parecerá que ese rostro / es más inescrutable y más firme / que el alma que lo habita / y que a lo largo de los años lo labra”.


Todos hemos sido forasteros, así haya sido por periodos cortos. El ser humano lleva en la mente otros paisajes y en los ojos el deseo de confirmar su existencia. Nuestra mirada se renueva al contemplar los astros de un horizonte ajeno.


En el Romancero gitano de García Lorca, poeta andaluz, grandioso dueño de las palabras, leemos estas estrofas del  “Romance sonámbulo”:
“Compadre, quiero cambiar / mi caballo por su casa, / mi montura por su espejo, / mi cuchillo por su manta. / Compadre, vengo sangrando, / desde los montes de Cabra. / Si yo pudiera, mocito, / ese trato se cerraba. / Pero yo ya no soy yo, / ni mi casa es ya mi casa”.


Este último verso contiene la conmoción que sufre una persona que vuelve al lugar que alguna vez fue suyo; la escuela donde hizo amigos con la promesa de serlo para siempre. El parque donde conquistó el primer beso. La oficina donde transcurrieron largas jornadas. Al irse, se convierte en forastero.


A medida que pasan los años, nos aferramos a los recuerdos porque no podemos revivir lo ya experimentado. Tomamos fotografías y las enviamos a otros por mecanismos inventados por genios de la cibernética, dueños del espacio y sus misterios. En esas fotos seguimos siendo jóvenes y bellos. Cada vez que las vemos recuperamos algo de la energía del pasado, recordamos la ligereza y rapidez que tuvo el cuerpo en que habitamos.


Todo ello ocurre porque el reto más difícil de superar es convertirnos en forasteros de nuestro propio ser. De pequeños nos acostumbramos a las sábanas limpias, la comida deliciosa, el afecto sin condiciones de nuestros padres. Después, al extraviarnos en las calles de un pueblo lejano, sentimos por un instante la punzada del miedo. No estamos ya en el hogar. Nuestra casa ha dejado de serlo. El laberinto en que vivimos tiene esquinas traicioneras, caminos tapiados, oscuros callejones plagados de riesgos.


El cubano José Martí, en su juventud, tuvo un amor que le inspiró uno de sus poemas más entrañables: “Ella dio al desmemoriado / una almohadilla de olor; / él volvió, volvió casado; / ella se murió de amor”. Aquel forastero pasó por el pueblo, dejó su huella y se fue, sin saber el dolor que causó a la niña de Guatemala, la que se murió de amor.


Usted tiene la última palabra. Por mi parte, daría cualquier cosa porque los forasteros que tocan el corazón de otros se quedaran en los lugares donde han vivido. No hay empresa más imposible.

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