Doña Lupita: mujer mexicana de pueblo, creyente en las oraciones que musitan sus labios cuando encomienda la vida de sus nietos a la Corte Celestial. Ha cumplido sesenta y cinco años con su rebozo gris de algodón para entre semana y uno de seda guardado en el ropero; en las orejas, arracadas de oro, regalo de su marido en un aniversario. Doña Lupita es una florista, aunque no se define así.

Doña Lupita cultiva aves del paraíso en sus prados y las coloca cerca de las macetas de claveles rojos, para estimular un romance de colores y aromas que recibe a quienes entran a su casa. Vende sus mejores alcatraces a la parroquia a lo largo del invierno y corta varas de nardo para perfumar los altares. También lleva nardos a don Fermín, quien enseña a sus hijos a producir incienso con la flor.

Doña Lupita llegó de recién casada a una casa de paredes viejas y deterioradas por el salitre que sube del suelo y alcanza la altura de un niño como Jorge, su nieto de ocho años. Nadie percibe el cansancio de los muros ni el óxido que corroe las bases metálicas de las macetas, ni se dan cuenta de que las plantas crecen en latas de chiles en vinagre que la dueña de la cafetería guarda para doña Lupita.

Nadie que entre al jardín coronado por el delicado azahar del limonero plantado en una esquina podrá sentir que esa casa es pobre. Cómo pensar en los infortunios de la vida frente a la sonrisa de esa señora orgullosa de sus flores, que las planta y trasplanta, las nutre y les canta hasta obtener los más vibrantes colores.

El ser humano cultiva flores desde hace cinco mil años para gozar de su belleza. La flor está presente en escudos de armas de reinos y ducados desde la época medieval. México ha dado al mundo la flor de Nochebuena, dalias, magnolias, orquídeas y otras especies, como el prodigio llamado cempasúchil (así lo escribe la RAE), que es un pigmento natural para colorear carne de aves, flor con simbología ritual vinculada con el diálogo perenne con quienes han traspasado el umbral de la vida.

Alfonso Reyes, el sabio de Monterrey, nos previene contra los peligros de algunas flores: “Flor de las adormideras: / engáñame y no me quieras. / ¡Cuánto el aroma exageras, / cuánto extremas tu arrebol, / flor que te pintas ojeras / y exhalas el alma al sol!”.

El chileno Vicente Huidobro, al inicio del siglo XX, escribió el poema “Marca registrada”, que inicia así: “Las células amenazan el pensamiento / amenazan el jardín endiosado / la mano donde empieza el mundo / donde se escriben los acontecimientos / a través de la sangre de los sexos y los bosques / los días se levantan retratando a los hijos / y mueren en su esencia / sin vacilar de frase / en la fecha exacta / van y mueren por su suprema esencia / en sus nervios orgullosos / a flor de pensamiento / a flor de flor / a flor de sentimiento / a flor de tristeza”.

Efraín Huerta, amigo de Paula de Allende, que venía a Querétaro y aspiraba el aroma de las flores de los jardines, el poeta de metáforas juguetonas y reflexiones profundas, escribió: “Eres, amor, el brazo con heridas / y la pisada en falso sobre un cielo. / Eres el que se duerme, solitario, / en el pequeño bosque de mi pecho. / Eres, amor, la flor del falso nombre”.

Volvamos a Chile. Va Pablo Neruda caminando a la orilla del Pacífico: “Cerca del mar, andando / en el mes de noviembre / entre los matorrales que reciben / luz, fuego y sal marinas / hallé una flor azul / nacida en la durísima pradera. / ¿De dónde, de qué fondo / tu rayo azul extraes? / Tu seda temblorosa / debajo de la tierra / ¿se comunica con el mar profundo?”.
Neruda escribió su “Oda a la flor azul” porque no conoció a doña Lupita. De haberla conocido habría escrito un poema a su jardín florido, aromático y amoroso como ella, como millones de mujeres mexicanas. A mucha honra.

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