Es natural que el poder busque perpetuarse. Quien lo tiene lo ejerce sin más contemplaciones que sus convicciones personales y las restricciones que lo limitan desde el entorno. AMLO y Morena lo saben y lo practican. Buscaron y consiguieron ser una fuerza mayoritaria dentro de un entorno democrático. Meses antes de las elecciones de 2018, AMLO aseguraba una ventaja holgada y dedicó el resto de la campaña a garantizar el triunfo legislativo de su partido, el cual busca afianzarse como fuerza mayoritaria, aspira a permanecer en esa condición y si es posible a ampliarla para conseguir la condición de partido hegemónico. Esta aspiración podría llevarlo a violentar el equilibrio democrático escribiendo reglas formales o informales que esterilicen la competitividad de los demás partidos políticos, como ocurrió en la cúspide de la hegemonía de la revolución institucionalizada entre 1929 y 1988. Por ahora esa es una aspiración, lo que no sabemos es si es una ilusión o un proyecto factible.

Por lo pronto el gobierno tiene pocas cuentas buenas que ofrecer como atractivo para que su partido llegue a tales alcances. Cada una de las decisiones que AMLO tomó acudiendo al respaldo de una “consulta” o sin ella se han llevado a cabo contra la mayor parte de la opinión pública. La cancelación del NAICM, el Tren Maya, la refinería de Dos Bocas, los recortes a machetazos, el rescate de Pemex a costa de hundir las finanzas públicas, son medidas que no resisten el análisis ni tienen el respaldo amplio de la población. La popularidad del presidente no se transmite automáticamente a todo lo que toca o destruye. A esto hay que añadir el colapso del crecimiento interno en lo que va de su administración, la reducción de la inversión privada, ambos provocados por sus decisiones económicas y financieras, el mal manejo del problema migratorio que ya explotó y que ha tomado cuerpo en la amenaza arancelaria de Trump que hubiera caído como una maldición sobre la economía y particularmente sobre la población más vulnerable.

Las elecciones del domingo pasado son otra muestra del bajo consenso que convoca Morena. Pueden despistar si se miran por los triunfos en Baja California y Puebla, pero adquieren otro aspecto si se les ve desde la participación electoral. En promedio la abstención se situó entre 60% y 70%, siendo la más alta en Quintana Roo (78%) y la más baja en Aguascalientes (61%). Pero aun en los estados en que Morena ganó gubernaturas, la abstención fue de 66% (Puebla) y 70% (Baja California). El atractivo de Morena parece reducirse a la popularidad de AMLO y, hecho a un lado este factor, es muy probable que la prueba de las urnas lleve a su partido a ser una fuerza más entre otras. Esa sería una magnífica noticia para el pluralismo y la democracia mexicana y es una hipótesis que conviene tener en mente hacia 2021.

Mientras tanto, en Morena se hacen cuentas y estrategias para conseguir sus propósitos hegemónicos en tan adversas circunstancias. Dos factores necesita la poción del conjuro: que la situación percibida por la mayoría sea mejor de lo que es ahora y que las derramas de dinero de los programas “sociales” hagan mella positiva en la condición de sus destinatarios. De esta mezcla tendría que salir una base de consenso elemental que le dé sustento. Además, necesitaría afinar la maquinaria de coacción y acarreo de votantes que es connatural a todo partido con vocación hegemónica y que sigue siendo una práctica que no se ha desterrado del escenario electoral y que puede retornar como ingrediente determinante. Si bien se mantiene muy alta, la aprobación del presidente ha venido descendiendo conforme se da el desgaste natural de su gobierno. ¿Podrá trasladar su popularidad al partido? Se ve difícil. La historia del PNR-PRM-PRI fue diferente: primero se hizo hegemónico por la fuerza y luego fue popular. Aquí y ahora la fórmula es al revés y se antoja imposible sin subvertir las reglas de equidad y justicia electoral. De ahí entonces que hacer esto último puede precipitarse más temprano que tarde.

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