Ninguna semana es buena para el sistema de seguridad y justicia en México, pero la pasada fue particularmente desastrosa.

El jueves, un juez federal puso en libertad a la esposa de José Antonio Yépez, alias El Marro, líder del Cártel de Santa Rosa de Lima, una de las principales organizaciones criminales de Guanajuato. La mujer había sido detenida el pasado 27 de enero por presunta portación de armas de fuego de uso exclusivo de las Fuerzas Armadas. Pero resulta que las autoridades entraron al domicilio donde fue localizada sin contar con una orden de cateo. Eso hizo ilegales todas las evidencias encontradas en el sitio.

El sábado, otra jueza federal ordenó la liberación de Oscar Andrés Flores, alias El Lunares, presunto líder de la Unión Tepito. El individuo fue arrestado el pasado 31 de enero en Hidalgo, pero el informe policial homologado (IPH) presentaba, a criterio de la jueza, múltiples contradicciones sobre las circunstancias de su detención. El individuo no pudo gozar su libertad en lo inmediato, ya que fue recapturado mientras salía del penal del Altiplano, en cumplimiento de otra orden de aprehensión, emitida ahora por un juez local.

¿Qué hay detrás de estos desfiguros? ¿Un sistema demasiado garantista para los imputados y jueces que pecan de rigoristas? ¿O más bien una incapacidad de las fiscalías y las policías para adaptarse a las exigencias del sistema penal acusatorio?

La mayoría de los políticos, fiscales y policías probablemente se inclinen por la primera opción. Y sí, hay ejemplos de jueces que se ahogan en tecnicismos y no consideran la teoría del caso. Pero si a un juez le llegan con una detención realizada en un domicilio particular sin orden de cateo, ¿qué alternativa le dejan? Si hay contradicciones flagrantes entre lo señalado en el informe policial y la evidencia física, ¿cómo puede un juez dictar una vinculación a proceso? ¿O será que la demanda es que se admita todo tipo de evidencia, por ilegal o falsa que sea?

El problema es más bien lo segundo. Salvo excepciones, las fiscalías y las policías no han internalizado las reglas del sistema penal acusatorio. Y el resultado es la multiplicación de fracasos procesales como los de la semana pasada.

Ese rezago organizacional tiene múltiples causas:

1. La capacitación ha sido notoriamente insuficiente. Por ejemplo, la mayoría de los policías del país han recibido solo algunas horas de formación en la aplicación del protocolo de primer respondiente. Salvo excepciones, llegan a la escena de un delito sin saber bien a bien lo que exige de ellos el sistema.

2. Los procesos no se han ajustado a la realidad de los operadores. Hasta una simplificación puesta en marcha el año pasado, un IPH tenía más de 40 páginas y su llenado tomaba de 3 a 5 horas.

3. Los presupuestos para investigación criminal tienden a ser escasos y buena parte de ellos se dedican más a infraestructura física y equipamiento que a formación del personal.

4. El ministerio público es un gigantesco cuello de botella. Las policías no pueden solicitar ningún acto de molestia (cateos, intervenciones, etc.) sin pasar por el MP. Las puestas a disposición se hacen ante el MP, no ante un juez (y por eso pueden durar 8 a 10 horas). Ante esa realidad, no es casualidad que las policías se vuelen las trancas.

5. Existe una división artificial entre policía preventiva e investigadora. Eso limita enormemente la capacidad de investigación criminal del sistema.

La buena noticia es que nada de eso es incorregible. Se requieren algunas reformas legislativas puntuales, un esfuerzo presupuestal serio y una buena dosis de liderazgo. Nada que no se pueda construir con algo de voluntad.

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