Sucedió hace un cuarto de siglo, en la madrugada del 01 de enero de 1994. Regresaba al centro de San Cristóbal luego de los festejos de año nuevo, cuando en la entrada del puente blanco nos detuvo un indígena armado cubierto con pasamontañas. Apuntándome con su rifle se acercó y dijo: “Regrésense. No hay paso”. No supimos qué estaba pasando.

Al día siguiente todo fue confusión. Empezaban a llegar las primeras noticias, cuando Marcos, el principal liderazgo del EZLN, ya atraía la atención. Nadie nos preparó, sin embargo, para el enfrentamiento del día siguiente en la zona militar. Recuerdo ver pasar a los aviones de la fuerza aérea sobre la ciudad, y tirar su mortífera carga en Rancho Nuevo, así como a los helicópteros descender sobre el estadio de futbol con los muertos.

Doce días después llegó un unilateral cese al fuego. Se inauguraba así un proceso político que utilizó al diálogo como la principal herramienta para atender un problema social que tuvo que llegar a las armas para ser visibilizado. Y, en efecto, ese parece ser, por paradójico que parezca, el principal mérito de la rebelión. Poner delante de todos nosotros una añeja realidad hasta entonces invisible: la presencia y el olvido de los pueblos indígenas. Chiapas nos recordó, así, de golpe, que éramos una nación multicultural basada en un mosaico de pueblos originarios, y que el Estado mexicano había hecho muy poco para reconocerlos y atender sus necesidades más elementales.

El cuarto de siglo transcurrido, patentiza que se trató, desde el principio, de una lucha por los derechos, o más bien, por sus derechos. No por nada, en su proclama inicial demandaban un techo para vivir, tierra para trabajar, acceso a la salud, alimentación y educación, así como su derecho a elegir democráticamente a sus autoridades.

En este tránsito, ha habido avances importantes. Sus derechos fueron elevados a rango constitucional en 2001, dando lugar a distintas leyes orientadas a su reconocimiento y protección, así como a la salvaguarda de sus tradiciones y culturas, con lo que se cumplieron, así sea parcialmente, los Acuerdos de San Andrés de 1996.

A pesar de ello, la problemática indígena continúa latente, vigente, en pausa, como esperando que con el paso del tiempo se diluya y se recuerde como un pasaje superado de la historia. Nada más alejado de la realidad. Basta caminar por San Cristóbal nuevamente para constatar que pocas cosas han cambiado, y que la pobreza y la marginación siguen siendo una constante.

Por ello, debemos ser enfáticos al subrayar que si se trata de hacerles justicia, nada se logrará sin la participación efectiva del Estado, y sin la apertura de un espacio de diálogo e interlocución que incorpore nuevamente al EZLN en la búsqueda de una solución de fondo, en donde sus derechos se conciban como una lucha efectivamente conquistada y no como concesiones graciosas de una nueva élite gobernante.

¿Cómo hacer que el EZLN vuelva a sentarse a la mesa, cuando ha decidido mantenerse a distancia de los partidos, pero sobre todo, cuando ha sido crítico y opositor al hoy presidente López Obrador? ¿Por qué no regresar al modelo de interlocución? ¿por qué no emplear la Ley para el Diálogo, la Conciliación y la Paz digna en Chiapas, que sigue vigente, o una legislación similar? ¿por qué no volver a instaurar una instancia de mediación política y social, y una de seguimiento para aproximar posiciones, facilitar acuerdos y verificar su oportuna realización?

¿Por qué no?, me pregunto. Es hora de hacerlo y cerrar una herida histórica que nos sigue lastimando como nación. De lo contrario, dejemos pasar el tiempo y esperemos a ver si luego de medio siglo, nos despertamos frente a otra realidad.

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