El principio constitucional mexicano de la separación del Estado y la Iglesia, que se comenzó a gestar en 1855, con la expedición de la “Ley Juárez”, tiene una historia de interés particular para todos los mexicanos, que comprueba la composición pluricultural de nuestro país, y da significado real a dicho principio.

Esta cláusula pétrea que decidimos incorporar a nuestra identidad constitucional, ha sido causa y pretexto de luchas ideológicas y encarnizadas, guerras intestinas protagonizadas por federalistas y centralistas, liberales y conservadores, entre otros.

Ha permitido construir uno de los valores políticos más reconocidos del pueblo mexicano, por propios y extraños, que es la libertad de culto y la tolerancia religiosa, que se ejerce casi en todo el país, con sus contadas excepciones, como las disputas agrarias entre grupos indígenas en el sureste, o el reciente caso de Nueva Jerusalén, en Michoacán.

No pasa desapercibido que durante muchos años, las Iglesias —en plural— vivieron jurídicamente en la clandestinidad.

El Constituyente de 1917, fue categórico al establecer en el artículo 130 constitucional, la prohibición para que las iglesias tuvieran personalidad jurídica, y tuvieron que pasar casi 75 años, para que en 1992 se aprobara la modificación de la Constitución Mexicana, que reconociera la existencia de las Iglesias. Sin embargo, el principio sigue intocado, la separación de “las iglesias” y el Estado mexicano es un elemento que da sentido a nuestra convicción democrática, liberal y republicana como nación; a nadie le cabe la menor duda, aunque haya quienes aspiren al regreso de un pasado confesional, sepultado con la reforma al artículo 40 constitucional del año pasado, que dejó en claro la existencia del principio del Estado laico.

Por ello, resulta sorprendente la nota que aparece publicada en la edición de este fin de semana, en el periódico católico local, donde se da cuenta de un acto del Poder Judicial de Querétaro sin precedentes, consistente en la consagración de los magistrados que integran el Tribunal Superior de Justicia, encabezados por su presidente. Consagrar deviene del latín consecratio, que se utilizaba para hacer referencia a la apoteosis o encuentro con la divinidad. Para el diccionario de la lengua española, significa “hacer sagrado a alguien o algo” así como, “dedicar, ofrecer a Dios por culto o voto una persona o cosa”.

La pregunta es, ¿por qué en un Estado laico, democrático y garante de los derechos humanos, un órgano del poder público debe experimentar una apoteosis para cumplir con su función institucional, —nada menor por cierto— como lo es la de administrar justicia? ¿Qué acaso decir el Derecho, no es un acto racional, libre de sentimientos y valores metafísicos que se revelan?

Habrá que cuestionar a los integrantes del Poder Judicial sobre su actuar en este caso, ya que lejos de consolidar su libertad e independencia, la pone en entredicho.

Nadie niega el derecho de los servidores públicos de profesar un credo en particular; lo cuestionable es hacerlo bajo la figura de la función pública que les hemos encomendado y volverla confesional.

¿Hasta dónde llega la tenue línea que divide lo público de lo privado para jueces y magistrados? La respuesta la da Aristóteles: “Llamamos prudentes a los que calculan bien lo conveniente”.

Abogado litigante, consultor jurídico de empresas y profesor de tiempo libre de la Facultad de Derecho de la UAQ

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