Quizá el legado más ominoso del presente sexenio será la Ley de Seguridad Interior, aprobada en 2017. Organismos y expertos nacionales e internacionales advirtieron sobre los riesgos de esta ley y pidieron al Congreso no aprobarla. La Ley faculta al Ejército para realizar tareas de seguridad pública etiquetándolas con la palabra “interior”, pero nunca deja claro qué es la seguridad interior ni qué la distingue de la seguridad pública. Todo el régimen que establece esa norma para la actuación de las fuerzas federales se distingue por su secrecía, la falta de transparencia, la inexistencia de rendición de cuentas y la ausencia de control efectivo. Incluso, prevé que las autoridades militares actúen sin siquiera notificar o estar subordinadas a las autoridades civiles. Se trata al final de una norma que burla nuestra Constitución, la cual establece claramente que la seguridad pública debe estar en manos de autoridades civiles y que los militares deben estar en los cuarteles en tiempo de paz.

Pero más allá de las cuestiones técnicas, la norma es preocupante porque consolida una estrategia de seguridad —basada en la militarización— que ha sido catastrófica. Muchos estudios señalan con claridad que la militarización conduce a más violencia y que la presencia de fuerzas federales sin mecanismos serios de control y sin transparencia han resultado en un gran número de violaciones a los derechos de muchos mexicanos y mexicanas que van desde abusos sexuales y tortura hasta desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales.

Poco después de su aprobación, la LSI fue impugnada ante la SCJN por el Estado de Chihuahua y 8 municipios, a través de controversias constitucionales. Además, la CNDH, las minorías parlamentarias de la Cámara de Diputados y de Senadores, el Inai y Movimiento Ciudadano presentaron acciones de inconstitucionalidad. Se han presentado también un alud de amparos contra la norma. En mayo de este año dos jueces de distrito —los encargados de hacer valer la Constitución y proteger los derechos fundamentales de la ciudadanía— resolvieron que la LSI es inconstitucional y que nos pone en riesgo a todos.

Se prevé que en unas semanas se discuta en la Suprema Corte la constitucionalidad de la LSI. Para ser declarada inconstitucional —en su totalidad o en parte—, al menos 8 de los 11 ministros deben votar en contra. Esa supermayoría es difícil de alcanzar, aunque las deficiencias de la Ley sean muchas y evidentes.

La posibilidad de contar con una seguridad compatible con la democracia y de construir un Estado de Derecho está en juego. Mientras el Ejecutivo pueda recurrir al Ejército sin frenos ni contrapesos reales y mientras las Fuerzas Armadas puedan actuar sin control y sin rendir cuentas, no tendremos un régimen democrático real. Si la Constitución sigue siendo una sugerencia que se puede esquivar con etiquetas, no habrá Estado de Derecho.

La Suprema Corte tiene ante sí el caso más importante de la historia reciente. En sus manos está la definición sobre el tipo de país que somos: uno donde en nombre de la seguridad se permita violar la Constitución o donde las instituciones se sujeten a reglas estrictas de control y transparencia. De la decisión de la Corte dependerá seguir con militares patrullando en las calles durante o que podamos exigir que las autoridades formen cuerpos civiles y profesionales que garanticen nuestra seguridad. La Corte será pues una pieza en la construcción de la paz o en la consolidación de un Estado arbitrario, opaco y que tiene la violencia como eje en su relación con la ciudadanía.

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