“Aunque vengas mañana en tu ausencia de hoy perdí algún reino” Carlos Pellicer

Tienes fiebre. Son las tres. Deambulamos. “¿Qué horas son?”, preguntas. “Las tres”. “¿De la noche?”. “Sí papá, de la noche”. Por lo menos eso creo yo, eso me imagino, porque hasta hace poco, y dentro de lo que solíamos considerar “normalmente”, cuando todo estaba oscuro, era de noche. Pero como ustedes saben, las certidumbres son acorazados, barcotes trasatlánticos, hasta que la vida las convierte en lanchitas de motor, o en cayucos a remo. Acá en Tabasco, dudamos mi papá y yo, en este punto entre la luz y las tinieblas, se nos traspapelan los horarios, nos da por tener hambre y conversas en la madrugada, nos hemos vuelto medio extravagantes, medio vagabundos del cosmos, medio anarcos.

¿Quizá siempre lo fuimos? Anarcos. Heredé tus heridas papá, no tienes que enunciarlas, aunque me gustaría tantísimo escucharlas en tu voz, pero yo las heredé, tu hija esponja, así nada más. Como heredé esa idea loca tuya de que una nunca sabe si es capaz de atravesar el Grijalva —igual te da un calambre traidor a la mitad— pero lo que es cierto, es que es indispensable empeñarse en cada brazada.

En cada brazada está escondidita la poesía de la vida, todo es cosa de aprender a encontrarla. Pero la poesía de la vida —a veces— es una bestiezuela fugitiva. Quédate acá tranquilo, respira despacito, no te gastes el aire, nos parecía tan abundante, y se ha vuelto escaso.

¿El día y la noche? ¿Qué nos duran las reglas a nosotros, Justo cuando corremos el riesgo de perdernos? “No nos vamos a perder hija, eso no nos puede suceder”. “No ¿verdad?, nosotros nos extraviamos, pero no nos perderíamos, somos un par de lagartos aferrados a sus piedritas, y fingiendo aires mundanos”. “Eso me gusta”. “A mí también. Pegostreaditos para siempre como el sobre y la estampilla. “Vamos en trineo con abriguitos de Astrakán, como Lara y el doctor Zhivago”. “¿Tú y yo?. “Sí, papá”. “¿Y tu mamá?”.

“Es verdad, siempre he sido una hija celosilla de su madre, y ligeramente posesiva con su padre. Tengo un inconfesable conflicto con mi mamá, ya ves que antes de que yo existiera tuvo a bien casarse justo con el que iba a ser mi papá.” “Pero si tú ya te casaste dos veces”, “Pero ella se ganó al más chipocludo, papá”. “Tienes razón hija, qué le vamos a hacer, al más interesante, se lo llevó tu mamá”. Es de madrugada, cae una tormenta, y nos reímos a carcajadas.

“Hay un señor que se llama Freud, ya explicó todos estos intersticios tremebúndicos. La voy a invitar a ella también, a mi mamá, es un trineo amplio, de cuatro plazas”. “¿Así de celosa eres con un hombre y con tus hijos?”. Suspira. “Pobrecitos”. “No papá, es distinto, ellos pertenecen a un reino que no somos tú y yo, a un reino que tiene bordecitos, límites, reglas claras.

Nada nunca podrá parecerse a ‘tú y yo’”. “¿Por qué?”. “Porque eres el reino de los orígenes”.

La luz del sol nos alcanza, onomatopéyicos. “Papá, ¿extrañas a tu mamá?”. Silencio. Quizá no me escuchaste, a ese aparatito anti-silencios que te colocas en la oreja, le falta la pila. ¿Qué extraña uno cuando está tan flaquito? si tan sólo pudieras elegirme, como la depositaria de tus nostalgias. Yo las guardaría siempre y más allá, te lo prometo, haría con ellas papalotes para volar con tus nietos y tus bisnietos por venir. “Nunca he leído a Freud, ¿es interesante?”. “Ná, uno que se rebanaba el seso por explicar lo que los demás vivimos sin tanto aspaviento”. “¿Un intelectual?”, “sí, un chusma de ésos”.

Nada será parecido a ese reino nuestro, en el que me bebía tus palabras, tú me protegías, y yo recibía tu protección, como al más natural de los dones de la vida. ¿Te acuerdas? bastaba pedirte: “Ordénale al mundo que se ordene,”, y tú decías en toda naturalidad: “Mundo, te ordeno que te ordenes”. Hemos sido unos inventones tú y yo, y a veces me pregunto ¿en qué planeta suponías que iba a vivir tu hija sin ti? No es un reproche, es la mezcla de una inmensa gratitud, y la aceptación de mi desbrujulamiento crónico.

Soy la adulta, me corresponde enunciar frases que no están en mí, que no corresponden a mi deseo, que atraviesan de alguna manera misteriosa mi garganta, estrujada por un extraterrestre sentido del deber: “¿cómo chamucos? ¿no han hecho sus maletas? nos vamos mañana”. Mis hijos hacen maletas, se los pidió “la adulta razonable” de la banda. Me miro en el espejo de la casa de mis padres: ¿Yo soy la adulta? Mortacci! Esta vez, no sé cómo voy a lograrlo. Despadrada. No para de llover, nos despedimos de Tabasco, seguro habrá neblina en las Cumbres de Maltrata.

Coordinadora académica del Instituto Simone de Beauvoir

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