No sé por qué en estos días de renuncias, despidos, cambios, estrenos, debuts, ingratitudes, traiciones, lealtades y ratificaciones de servidores públicos federales, estatales y municipales me dieron ganas de acudir a mi vieja discoteca particular y espulgar entre mis numerosos discos de vinilo de larga duración para oír una y mil veces esa valiente y claridosa coplilla de denuncia de Joan Manuel Serrat que se llama “Algo Personal”. A lo mejor usted conoce a alguien así; si se lo encuentra huya de él y véndale un puerco.

Cada vez que nos toma nuestras calles el Estado Mayor Presidencial y llegan los “perjumados” y “señoritos metrosexuales” invitados presidenciales —fifís y/o chairos—, también me dan ganas de empuñar mi guitarra y decir:

Probablemente en su pueblo se les recordará,

como cachorros de buenas personas,

que hurtaban flores para regalar a su mamá

y daban de comer a las palomas.

Probablemente que todo eso debe ser verdad,

aunque es más turbio cómo y de qué manera

llegaron esos individuos a ser lo que son

ni a quién sirven cuando alzan las banderas.

Hombres de paja que usan la colonia y el honor

para ocultar oscuras intenciones:

tienen doble vida, son sicarios del mal.

Entre esos tipos y yo hay algo personal.

Rodeados de protocolo, comitiva y seguridad,

viajan de incógnito en autos blindados

a sembrar calumnias, a mentir con naturalidad,

a colgar en las escuelas su retrato.

Se gastan más de lo que tienen en coleccionar

espías, listas negras y arsenales;

resulta bochornoso verles fanfarronear

a ver quién es el que la tiene más grande.

Se arman hasta los dientes en el nombre de la paz,

juegan con cosas que no tienen repuesto

y la culpa es del otro si algo les sale mal.

Entre esos tipos y yo hay algo personal.

Y como quien quiere la cosa, nada tienen que perder.

Pulsan la alarma y rompen las promesas,

y en nombre de quien no tienen el gusto de conocer (Dios)

nos ponen la pistola en la cabeza.

Se agarran de los pelos, pero para no ensuciar,

van a cagar a casa de otra gente

y experimentan nuevos métodos de masacrar,

sofisticados y a la vez convincentes.

No conocen ni a su padre cuando pierden el control,

ni recuerdan que en el mundo hay niños.

Nos niegan a todos el pan y la sal.

Entre esos tipos y yo hay algo personal.

Pero, eso sí, los sicarios no pierden ocasión

de declarar públicamente su empeño

en propiciar un diálogo de franca distensión

que les permita hallar un marco previo de conciliación.

Posdata: Miguel de Cervantes Saavedra simplemente les llamaría “hijos de putas”.

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