Hace apenas algunos atardeceres, después de un par de días intensos, de esos donde los asuntos pendientes se visten de urgencia y otros tantos surgen con una prisa insospechada, acudí a realizar algunas gestiones en el Centro Histórico de nuestra capital cuando la luz de tarde la iluminaba con esa intensidad que sólo se percibe cuando el cielo se viste de una capa delgada de nubes traslúcidas, como si se pretendiera colocar un toldo sobre la ciudad y el techo del cielo se encuentra al alcance de nuestras manos en una azotea cualquiera, pero todo se ilumina de una forma única y dura apenas un par de minutos, justo después de que el sol se oculta en el horizonte. El estrés y el nerviosismo acumulados acordaron firmar una tregua y dar paso a una nueva emoción invadida de sorpresa y cierta nostalgia que acompañaban a la sensación de sentirme “encerrado afuera”, como si depositaran gran parte de la ciudad en una caja de cristal repleta de sellos con la palabra “frágil”.

Ese fenómeno ambiental no es muy recurrente y además fugaz, sobre todo si permanecemos inmersos en nuestras actividades rutinarias. Pensar en ello, me llevó a considerar que es así como la mayoría de las personas reaccionamos ante lo cotidiano y no nos damos la oportunidad de apreciar la manera como la ciudad se va transformando sin que brindemos atención a las señales que día a día nos envía y que especialmente nos hace ver en aquellos momentos en que coinciden otro tipo de eventos, los desafortunados, que literalmente propician que la ciudad se colapse. Así ocurrió hace un par de semanas, la víspera del Día de la Madre, cuando la suma de algunos accidentes de tránsito le trastornaron totalmente y nos mostró esa expresión que vemos en los depredadores cuando nos muestran las fauces abiertas, dientes grandes y entendemos lo que puede implicar su mordida.

Debo de suponer que la ciudad y quienes la habitamos, compartimos una simbiosis, esa relación de determinados beneficios mutuos, donde ella se ajusta a la suma de todo lo que finalmente realizamos y se va transformando todos los días, discretamente, sin advertirnos ni prevenirnos de los alcances de nuestras propias acciones que también le afectan a ella. Tan sólo atina a mirarnos, ocasionalmente a sonreír y nosotros a descubrirla cada  nuevo día más directa y sincera, mostrándose tal cual es, con la expresión de la joven que se convierte en gente adulta. Sin quererlo ni desearlo, nos cambia de golpe la charla y nos obliga a dejar de hablar de sus campanas, de sus atardeceres, del color de su cantera, de sus ojos de jacaranda en flor y nos lleva de golpe a historias de terror y dolor, de alta velocidad, de improperios, de sentirnos absurdamente encerrados afuera.

No cabe duda que apostar al desarrollo es bueno y en general, es lo mejor que le puede ocurrir a una comunidad cuando se pretende que se generen oportunidades de empleo y de crecimiento personal muy a pesar del alto precio que conlleva lograrlo. Es justamente en ese proceso que las ciudades y poblaciones se ven destinadas a olvidar los límites territoriales entre ellas y su gente a dejar atrás, empaquetadas en recuerdos, las condiciones de tranquilidad a las que le tuvieron acostumbrada en un tiempo que jamás volverá a ser de nuevo. En países como el nuestro, lo desafortunado es que la brecha entre el crecimiento y las soluciones al mismo, se ha venido ampliando a lo largo del tiempo y ello implica retos de dimensiones geométricamente mayores para mantener esas condiciones o características deseables en diversas materias.

No obstante, prevalece en muchos de los pobladores, la emoción de darle mayor peso y valor a la esperanza por encima de la razón, a mantener la ilusión de que las cosas y los problemas no son propios y que tarde o temprano se resolverán o los resolverán otras instancias. La manera como gran parte de las nuevas generaciones  ven el mundo y su entorno, afortunadamente es positiva y responsablemente diferente. Saben perfectamente que hoy se requieren soluciones razonadas, viables técnica y financieramente en el tiempo, que aporten al respeto al entorno y a la calidad de vida. Debe fortalecerse esta visión  y reconocer también que lo más valioso que no podemos darnos más el lujo de perderlo, es el tiempo, en este Querétaro nuevo que deseamos conservar.

Twitter: @GerardoProal

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