No había ocurrido antes: entre julio de 2016 y septiembre de 2017, 142 mil personas llegaron a las salas de urgencia de hospitales repartidos en todas las regiones de Estados Unidos. El diagnóstico: sobredosis de opioides.

Según un informe de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de aquel país, dado a conocer hace unos días, 60 mil estadounidenses murieron por sobredosis en 2016. Algunos habían comprado opiáceos en el mercado legal. Muchos otros, en el ilegal, en donde el tráfico de enervantes se halla controlado por dos grupos criminales mexicanos: el Cártel de Sinaloa y el Cártel Jalisco Nueva Generación.

El gobierno de Donald Trump declaró esta crisis como una emergencia nacional. El Departamento de Estado aseguró que aquel país vive la peor crisis por drogas “en los últimos 80 años”.

Una de las lecturas que surgieron de inmediato es que las muertes por sobredosis en Estados Unidos superan ya el número de homicidios dolosos ocurridos en México el año pasado (23 mil 953, según el Inegi).

En realidad, los decesos por sobredosis no paran en Estados Unidos desde 2010. Se han acelerado, sin embargo, hasta cuadruplicarse, en los últimos cuatro años. La Administración estadounidense ha decretado una alerta máxima:

“Estamos viendo el nivel de muertes por sobredosis más alto nunca registrado en Estados Unidos por opioides prescritos e ilícitos”, afirmó la directiva de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC).

En estados como Delaware y Wisconsin, los casos aumentaron en un año más de 100%. En Pensilvania crecieron 81%. En Illinois, Michigan, Indiana y Ohio alcanzaron niveles de 70%.

Estados Unidos es el país que más opioides consume en el mundo. Hace unos años adoptó la resolución WHA51 de la Organización Mundial de la Salud, que se propuso limitar al máximo el consumo de antibióticos. Diversos estudios atribuyen a esto la creciente demanda en el uso de opiáceos —utilizados para paliar desde una migraña hasta dolores provocados por afecciones más serias.

Debido a la ausencia de atención médica universal, y a lo costoso que resulta el más mínimo tratamiento, los galenos suelen recetar pastillas como si fueran dulces. Cuando no se tiene acceso a una receta —requisito indispensable para adquirir estas sustancias—, queda siempre el recurso del mercado negro, en donde existen opiáceos 50 o 100 veces más potentes y adictivos que la heroína.

De acuerdo con la Encuesta Nacional sobre Consumo de Drogas y Salud realizada en 2016, ese año 948 mil estadounidenses usaron heroína y 2.1 millones de personas “abusaron de opiáceos”.

En Estados Unidos la avidez por las drogas es mayor que nunca. Las muertes por sobredosis pasaron de 12.4 por cada cien mil habitantes, a 16.3 en 2015.

Todo esto parece tener un reflejo en México. Luego de un pico aterrador, 19.4 por cada cien mil habitantes en 2011, la tasa de homicidios dolosos del país iba mostrando un descenso sostenido: 18.3 en 2012; 15.3 en 2013; 13 en 2014, y 13.7 en 2015.

A partir de 2016, esta tasa se disparó: llegó a 17 homicidios por cada 100 mil habitantes.

Un año más tarde (2017), la tasa llegó a 20.7 muertes (cifras proporcionadas por la Comisión Nacional de Seguridad).

Al mismo tiempo, el número de hectáreas dedicadas al cultivo del opio en México llegó a 32 mil: el triple que en 2012.

Según el gobierno estadunidense, México abastece más de 90% de la heroína y los opiáceos que se consumen en aquel país.

Si a la guerra por el control del cultivo, de las rutas, del mercado, se suman las debilidades que ha exhibido el nuevo sistema de justicia penal, la precariedad de las policías, la falta de profesionalización, el presupuesto exiguo que se destina a las corporaciones —y en general, a cuestiones de seguridad—, además de la ruptura de “acuerdos” que ocasionan los cambios de gobierno a nivel estatal y municipal, lo que se obtiene es lo que se ha dado en llamar una “tormenta perfecta”.

El año pasado murieron por sobredosis, en Estados Unidos, más personas que en toda en la guerra de Vietnam. Su problema de salud, investido en prohibiciones que ocasionan nuevas prohibiciones, forma parte de un fenómeno regional que el gobierno de aquel país se niega a ver.

Donald Trump debería tratar a sus adictos y atender las causas de su adicción. México debería aprender la lección que le está dando su vecino del norte, y entender hasta dónde puede arrastrarlo el sistema prohibicionista.

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