Hace algunos años, Grupo Consultor Interdisciplinario, S.C., la firma que fundé hace casi tres décadas, realizó un estudio que tenía por objeto conocer el ambiente para los negocios en México, lo que incluía conocer de viva voz la opinión de importantes empresarios sobre las políticas gubernamentales (hacendaria, energética, laboral, etc.) y sus impactos sobre la actividad productiva.

El estudio incluyó 30 “entrevistas a profundidad” con capitanes de la empresa privada y comprendía tres segmentos: el primero, integrado por dirigentes de organismos empresariales; el segundo, por presidentes ejecutivos de empresas globales; y el tercero por algunos de los dueños de las mayores corporaciones mexicanas. Me sorprendió el resultado: no obstante la crisis de seguridad que ya era evidente (estábamos en 2009), el segmento más dispuesto a seguir invirtiendo en nuestro país era el de las empresas globales. Ante mis dudas, sus argumentos resultaron contundentes: si tenían operaciones en Irak, en Pakistán o en países en virtual estado de guerra, la inseguridad en México era una variable manejable: si acaso, adquirían vehículos blindados para sus más altos ejecutivos, les otorgaban bonos especiales por vivir en un país de alto riesgo y establecían protección especial en sus domicilios o el de sus empresas.

Hoy, mientras en voz alta los grandes empresarios mexicanos y la mayoría de los dirigentes de los organismos “cúpula” incumplen con su responsabilidad de defender los intereses legítimos de sus agremiados —y juegan a salvarse en lo individual, como lo han hecho siempre—, sottovoce empezaron desde 2018 (cuando los estudios de opinión anticipaban el triunfo de López Obrador) a frenar proyectos, inversiones y a trasladar sus excedentes al exterior.

La constante en los pronunciamientos de la mayoría de los organismos empresariales es la complacencia pública ante decisiones que en privado reprueban, como la cancelación del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México y, en su lugar, la creación de un improvisado sistema que incluye los aeropuertos de Santa Lucía y Toluca; el arranque de proyectos de infraestructura, como la refinería de Dos Bocas o el Tren Maya, sin los estudios de factibilidad e ignorando las objeciones de expertos de este país y del extranjero.

La mayoría de los dirigentes empresariales guarda silencio ante los asaltos que no cesan a trenes y camiones; callan ante los bloqueos de carreteras y vías férreas que generan pérdidas por millones de pesos; enmudecen frente a las decisiones erráticas de “aprendices de brujo” convertidos en funcionarios. Pero se guardan para sí o solo comparten con los cercanos su desasosiego ante un gobierno impredecible.

El señalamiento del Consejo Ejecutivo de Empresas Globales (CEEG) dado a conocer el 15 de enero por su presidenta Claudia Jañez, es incontestable: “Nuestras casas matrices deben planear sus inversiones para los próximos cinco años y debemos posicionar con claridad al país; atraer esos capitales que se van a otras naciones […] Pero vemos con profunda preocupación cómo se ha incrementado la percepción de incertidumbre y de hostilidad a la inversión privada”, y advierten: “Nos está costando mucho trabajo convencer a nuestras casas matrices de continuar invirtiendo en México.”

En la opinión del CEEG, el estancamiento económico se explica, en buena medida, “por la incertidumbre generada por el diseño y ejecución de confusas políticas públicas, el constante cambio de reglas para hacer negocios y los constantes mensajes políticos en contra de los mercados y las empresas.”

Resulta imperativo que el gobierno de la República le conceda la atención que merece al posicionamiento del CEEG, que representa a 51 firmas transnacionales con operaciones en México, será muy costoso que en vez de atender sus señalamientos sobre el precario Estado de Derecho y erráticas políticas públicas, suponga que los elogios fingidos y las ofertas de “enormes inversiones” de las burocracias empresariales merecen mayor crédito.

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