Alberto Jiménez no es rico. No es famoso. No es influyente. Es sólo un plomero que vive en Chalco y trabaja en la Condesa. Es también un héroe, de los que merecen estatua, avenida y medalla.

La tarde misma del 19 de septiembre, apenas unas horas después del terremoto, se lanzó a la esquina de Ámsterdam y Laredo, donde se desplomó un edificio de siete pisos y varias decenas de departamentos. Junto a otras decenas de voluntarios, ayudó a quitar escombros, hasta que se volvió posible sacar a cuatro sobrevivientes. Para salvar a uno de ellos, tuvo que colarse dentro de un orificio y empujar con las piernas, arriesgando su propia vida, una trabe colapsada.

Han surgido muchas historias similares en estos días, pero esta tiene un toque especial. En casa de Alberto, el terremoto había provocado el desplome de un tinaco, hiriendo a un familiar. Además, el mismo día, la barda de la escuela primaria de su hijo se había colapsado. Dicho de otro modo, Alberto tenía razones más que suficientes para correr a su casa y atender lo suyo. Y, sin embargo, se quedó a sacar escombros para liberar a otros, a unos perfectos desconocidos, a personas que probablemente no lo hubieran ni saludado en la calle.

No se me ocurre mejor ilustración de heroísmo.

En estos días, hemos descubierto que hay muchos superhéroes y superheroínas viviendo entre nosotros. Muchos Albertos, muchos seres humanos dispuestos a arriesgar su vida para salvar la de otros, sin pedir ni buscar premio o reconocimiento. Algunos son brigadistas espontáneos, otras son rescatistas experimentadas y muchos son soldados y marinos. Algunos ni siquiera son de aquí, sólo están de paso, como los migrantes centroamericanos que apoyaron los esfuerzos de rescate en Juchitán hace unos días y ahora en Jojutla.

Y hay también otros héroes y heroínas, los que han puesto tiempo, esfuerzo, orden y capacidad administrativa para organizar a las brigadas, hacer funcionar los centros de acopio y distribuir la ayuda. Y están las que han movido los escombros en largas filas humanas, pasando piedras y cubetas de mano en mano. Y los que han prestado sus horas y sus días para clasificar las toneladas de ayuda. Y los que se han dedicado a preparar tortas y sándwiches para los rescatistas. Y los médicos y psicólogos que han ofrecido consultas gratuitas. Y las que han integrado el ejército de motos y bicicletas que ha servido para conectar los diversos esfuerzos de rescate.

Y están, por supuesto, todos los que han tenido callados gestos de civismo. Los que han puesto un camión o camioneta para transportar víveres. Las que han llevado algo, por pequeño que fuera, a los centros de acopio. Los que han hecho un donativo. Las que han abierto sus puertas para que los brigadistas puedan descansar o comer o ir al baño o cargar su celular. Los que han ofrecido sus casas para acoger a damnificados.

Todos ellos, todas ellas, en grado diverso, se han comportado a la altura de la tragedia. Todos y todas merecen aplauso y reconocimiento, aunque no lo hayan buscado. Y sí, ya sé que cuando todo esto acabe, cuando se restablezca alguna dosis de normalidad, algunos de los que ahora son héroes volverán a ser mezquinos y egoístas y patanes. Pero no importa: lo que han hecho en estos días ha sido extraordinario y eso no se borra con nada.

Entonces, no sé si el país les vaya a reconocer su esfuerzo y valor, pero les puedo decir que yo sí. Para todos y todas los que han hecho (y siguen haciendo) algo en estos días, no tengo más que una palabra: gracias. Mil veces gracias.

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