Mis bisabuelos y sus tres hijas estaban en Quetzaltenango, Guatemala, el 24 de septiembre de 1902, cuando hizo explosión el Santa María. El volcán se había mantenido inofensivo durante 500 años. Mi abuela Matilde relataba cómo lograron huir, cómo a pesar de ser una jovencita ayudaba en ciertos tramos a cargar a su hermana menor. Lograron regresar a Chiapas con lo poco que pudieron salvar, en carretas y con la ayuda de bestias de carga. Mi abuela mantuvo vivo el recuerdo de aquel éxodo y la angustia que los acompañó. En Comitán, el lugar de destino, sólo había llovido ceniza. El suceso fue una plática recurrente en las reuniones familiares, hasta que el Chichonal, en 1982, volvió a nublar con ceniza el cielo chiapaneco y las anécdotas encontraron su relevo generacional.

Más de un siglo después del episodio del Santa María, hoy atestiguamos, a nivel mundial y en tiempo real, la agresiva erupción del Volcán de Fuego. Hoy la información fluye distinto: los adelantos tecnológicos permiten estar al tanto de la tragedia y de su dolorosa dimensión. Aunque algunas vías de comunicación facilitaron el salvamento y la evacuación, mucha gente no logró escapar a pesar de sus esfuerzos. Con eventos como éste, la naturaleza se empecina en recordarnos nuestra vulnerabilidad y pequeñez humana.

Centro América es tierra de volcanes; es la cintura del continente marcada por el encuentro de varias placas tectónicas. Es también, como consecuencia de ello, una zona sísmica. Fueron repetidos terremotos los que obligaron a mover la capital de Guatemala al lugar a donde ahora se encuentra. Parte del encanto de La Antigua es el testimonio de las construcciones parcialmente derrumbadas y el remate visual tanto del hoy enfurecido Volcán de Fuego como del hasta hoy tranquilo Volcán de Agua. Ambos colosos se acercan a los 4 mil metros de altura, rebasados sólo por el Tajumulco —ya extinto— y por el Tacaná, activo en la frontera con México.

Las imágenes de los ríos de lava, la nube tóxica, el correr desaforado o el pasmo de los sobrevivientes, el heroísmo de los rescatistas, la ceniza sobre los caseríos y cuerpos inertes, las cosechas perdidas y el gris desolador han movido piernas, brazos, corazones y conciencias, aunque tal vez no las suficientes.

Las imágenes me hacen pensar en las constantes amenazas del Popocatépetl —el volcán más y mejor monitoreado de México— y en los habitantes de las laderas que siguen ahí sin aceptar moverse a zonas de menor riesgo por el amor a su pedacito de tierra, por el arraigo, por el miedo a dejar sus pertenencias, que, aunque sean escasas, son su todo; en la falta de corazón para abandonar a los animalitos o la siembra, para dejar de ver el paisaje cotidiano y al propio volcán, al que se siente amigo y confidente. ¡Cuántas veces hemos visto la escena de familias que retornan a pesar del aviso de riesgo! O al campesino que habla de don Goyo como si fuera una persona a la que le tiene confianza porque selló con él un pacto de no agresión. Cómo decirles que no se confíen y que observen lo sucedido con el Volcán de Fuego, que, con todo y su amistad, no concedió el tiempo suficiente para que las niñas, niños, mujeres y hombres de los pueblos aledaños pudieran enfrentar su furia y los alcanzó su incandescencia.

Hasta ayer, la cifra era de más de un centenar de personas muertas, el doble de desaparecidos, sobrevivientes mutilados o quemados, miles de personas evacuadas que tendrán que esperar reubicación o retorno a la zozobra. A una semana de distancia, no conocemos la magnitud precisa de los daños y pronto el volcán dejará de ser noticia.

La naturaleza habla. Nos manda mensajes y, aunque amemos sus entrañas, debemos escuchar su voz de alerta.

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